Tomado
de ElUnicornio.co (Agosto 20 de 2022)
Confieso que quedé súpito,
atónito, estupefacto, cuando la señora Vicky Dávila le preguntó al ministro de
Hacienda José Antonio Ocampo si la reforma tributaria contemplaba cobrarles
impuestos a las iglesias y esta fue su respuesta: “Por nada del mundo lo
haremos. (…) Este es un país que respeta las religiones. No nos vamos a meter
en eso”.
Sorprende la respuesta porque, en
aplicación de esa misma lógica, el gobierno les estaría faltando al respeto a
las personas, empresas y proyectos de emprendimiento que sí pagan impuestos. En
consonancia con tan insólita declaración, es la primera vez que me siento en la
obligación de expresar total desacuerdo con una medida del gobierno de Gustavo
Petro, a quien apoyé hasta el punto de salir damnificado cuando unos días atrás
de su elección escribí una columna para tratar de impedir lo que parecía inminente,
el triunfo del otro candidato. Pero el tiro me
salió por la culata.
Regresando al tema que nos ocupa,
es apenas obvio que la verdadera razón para dejar a las iglesias exentas de
impuestos no es filosófica, menos económica, sino política. En pocas palabras,
se le estaría haciendo el debido reconocimiento a la adhesión del pastor
evangélico Alfredo Saade a la campaña del Pacto Histórico, no solo por los
votos que trajo, sino porque ayudó a desvirtuar la estigmatización que desde la
derecha les hacía creer a los creyentes -valga la redundancia- que Petro era un
“comunista ateo” y en tal medida votar por él era pecado mortal.
Sea como fuere, se debe buscar un
punto medio: “ni tanto que queme, al santo ni tanto que no lo alumbre”. En tal
sentido, El Espectador pone los puntos sobre las íes cuando en su
editorial del 19 de agosto propone que la tributación a las iglesias “pueda hacerse
de manera inteligente, con tasas diferenciadas basadas en los patrimonios de
cada parroquia y dándole un necesario valor al servicio social que muchas de
ellas prestan”. (Ver
editorial).
Suena razonable entonces que este
gobierno escuche las voces sensatas que exigen algo tan lógico, tan de sentido
común, como es que las iglesias tributen: voces como la de una Katherine
Miranda que considera “un descaro que algunos jueguen con las creencias de la
gente, se enriquezcan, participen en política y se nieguen a pagar impuestos”.
O la de un Daniel Coronell convencido de que “a nombre de la fe no se puede
acumular riqueza. En las iglesias está entre el 10 y el 20 por ciento de lo que
necesita el gobierno”.
Mi punto de vista sobre las
iglesias es un poquitín más radical. Desde una posición agnóstica, o sea
escéptica, estoy entre quienes creen que la
religión hace esclavos felices, que dividen a los hombres, que como dijo
José Saramago “en ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta
las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a
otros”. En tal medida, nada sería más sano que propender por su desaparición de
la faz del planeta, como condición sine qua non para que un día la humanidad
recupere la cordura y sea posible establecer verdaderos lazos de unión,
solidaridad y cooperación entre todas las naciones.
Si aterrizamos este planteamiento
en lo político, del mismo modo que alguien en Europa tuvo la feliz idea de crear
un partido que defendiera el medio ambiente y su éxito fue arrollador, es
tiempo de que vayamos pensando en la creación de un partido agnóstico, con un
propósito perfectamente legítimo: regresar la democracia a la sensatez perdida,
ir tras la recuperación de las ideas liberales, teniendo como norte la obligada
separación entre Iglesia y Estado.
Hablamos entonces de garantizar
la no injerencia de ninguna creencia religiosa en el manejo de un gobierno,
limitando la religión al ámbito privado de las personas.
Todo Estado laico tiene como
premisa fundamental el respeto, la promoción y el fortalecimiento de los
derechos humanos. Es ahí donde la propuesta de un Partido Agnóstico tendría
asidero, dentro de un marco conceptual que apunte a apoyar las reivindicaciones
de las mujeres en sus luchas por la equidad de género, la tolerancia con la
diversidad sexual como base del respeto a la diferencia, la legalización del
cultivo de la marihuana para convertirlo en producto de exportación, propender
por el voto obligatorio como medida urgente para derrotar la compra de votos,
obligar a la repartición de un ingreso justo en todos los estratos de la
población, proponer un sistema de pensiones con remuneraciones adecuadas y a
una edad propicia, etc.
Alguien en Twitter sugería que
“la idea es buena pero al ser identificado como agnóstico, el enfoque sería más
anti-religioso que social”. No es cierto. Un partido agnóstico puede y debe
representar también los intereses de personas creyentes en religiones o en
divinidades, en un ámbito de tolerancia ciudadana. Se trata es de aceptar como
norma ética infranqueable que la religión no se debe mezclar con la política.
En síntesis, así suene a disparate,
podría comenzarse por aplicar el evangelio de Jesucristo: a Dios lo que es de
Dios… y al césar lo que es del césar.
Y las iglesias, a pagar
impuestos: nada más justo, equitativo, ecuménico y saludable.
Post Scriptum: Luego de analizar 62 estudios, un grupo de psicólogos norteamericanos concluyó que las personas no creyentes tienen una vida intelectual más intensa. El trabajo, publicado en Personality and Social Psychology Review, concluyó que existe una correlación entre inteligencia y religiosidad: los más inteligentes tienen tendencia a ser menos religiosos. (Ver estudio).
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