martes, 26 de enero de 2021

Las ‘hazañas’ del general Rafael Samudio

 

Tomado de El Espectador

Transido por la indignación hace dos semanas escribí ‘en caliente’ una columna para El Espectador, que luego me abstuve de enviar, titulada El genocidio de Barco y el actual: ¿alguna diferencia? La dejé en salmuera, le corregí sus excesos y luego la publiqué en ElUnicornio.co. (Ver columna).

En ese momento asumí como verdad irrefutable la columna que Alberto Donadío publicó en Losdanieles.com, por la seriedad profesional que siempre se le ha conocido. Allí, basado en una fuente anónima, mostraba al entonces presidente Virgilio Barco aprobando el genocidio que en su gobierno se desató contra la Unión Patriótica y del que el Ejército fue impotente para contener, o cómplice para instrumentalizar, vaya uno a saber. (Ver columna).

Pasados 15 días de dura polémica tras esa publicación, ya con ciertas dudas decantadas y nuevas verdades reveladas -como lo de César Gaviria sobre el general Miguel Maza, escalofriante- un primer balance de la situación lleva a pensar que quizá Donadío se extralimitó, pues habría incumplido lo que el abogado y columnista Ramiro Bejarano considera norma inquebrantable del derecho penal: “no puede acusarse a nadie con una prueba que no se pueda revelar”.

Donadío respondió en conversatorio con Losdanieles.com que “eso es cierto en lo teórico”, pero la prueba real de su escrito estaría en los más de 3.000 asesinatos selectivos que hubo contra los miembros de esa agrupación. Yo había titulado “El genocidio de Barco”, y esto sería un error, pues de su supuesta aprobación no quedó prueba jurídica, pero hoy quiero apuntar a algo que dije ahí y en lo cual me sostengo:

Si nos pusiéramos a comparar la matanza ocurrida durante el gobierno de Barco con la ola actual de masacres, asesinatos de líderes sociales y eliminación selectiva de desmovilizados de las Farc, tanto los métodos de exterminio como el propósito estratégico-militar siguen siendo los mismos: la aniquilación sistemática de un grupo poblacional al que se le define como enemigo a aniquilar. Lo único que en apariencia cambia son los autores materiales, antes grupos paramilitares que masacraban con la complacencia u omisión -o participación- del Ejército (como está documentado por variadas fuentes); hoy, supuestos mafiosos del Cartel de Sinaloa o grupos residuales del paramilitarismo que, misteriosamente, nunca son apresados.

¿Quién desde el Ejército habría estado al frente de las tareas de exterminio de la Unión Patriótica, cuya ocurrencia nadie puede negar? No sabemos si al frente, pero sí enterado y en extremo negligente: el general Rafael Samudio Molina, a la sazón ministro de Defensa y a quien el consejero de paz de Barco, Carlos Ossa Escobar, le expresó su preocupación porque todos los días mataban a por lo menos un integrante de la UP. Y Samudio le contestó: “a ese ritmo no van a acabar nunca”.

Hablamos del general que siendo comandante del Ejército en noviembre de 1985 estuvo al frente -ahí sí- de la salvaje retoma del Palacio de Justicia ocupado por el M-19.

El mismo oficial al que por esos hechos la fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia, Ángela María Buitrago, le formuló cargos como presunto responsable de secuestro agravado y desaparición forzada agravada, es el que Virgilio Barco nombró en 1986 como su ministro de Defensa, cargo que ocupó hasta el 4 de noviembre de 1988, cuando renunció luego de una emboscada de las Farc que dejó ocho militares muertos y frente a la cual Samudio exhortó a sus generales y soldados a "pasar a una ofensiva total, destruir al enemigo y eliminarlo", mientras que el presidente lo desautorizó al pedirle evitar "que las opciones que se le ofrezcan al país se limiten a una estrategia de tierra arrasada o a la revisión política del Estado. Es el deber de una democracia buscar salidas civilistas".

El belicoso general salió dando un portazo, con estas palabras: “Yo no sé de diálogos; sé que las Fuerzas Armadas van a responder con sus armas".  (Ver noticia).

Entre las ‘ejecutorias’ del general Samudio hay una imborrable, la relató en días pasados para El Espectador la jueza Martha Lucía González, quien lleva treinta años exiliada “en alguna ciudad del mundo”. Su denuncia se diferencia de la de Donadío en que todo es perfectamente verificable.

Martha Lucía fue nombrada por el gobierno de Barco en aplicación del Estatuto para la Defensa de la Democracia, un severo régimen penal para enfrentar el desafío de los grupos armados ilegales. Entre sus misiones abocó la masacre en la vereda Mejor Esquina, de Buenavista (Córdoba) con 36 trabajadores muertos. Según El Espectador, “los trazos de la verdad llevaban a un rosario de matanzas (…) en connivencia con funcionarios y unidades militares y de Policía. Sin temblarle el pulso, la jueza expidió las órdenes de capturas que le dieron sus pruebas legales”. (Ver artículo).

Como consecuencia de sus acciones, a casa de la jueza llegó un sufragio invitando a sus exequias. Luego hubo tres intentos de asesinato fallidos, su familia entró en pánico, el caso fue reportado a las autoridades y llegó hasta Presidencia. Es cuando la cita a su despacho el ministro de Defensa, Samudio Molina, y ella asiste convencida de que “me había llamado a ofrecerme su apoyo y que saliera a la luz lo que estaba manchando al Ejército y a la Policía”.

Pero no. La conmina a “detener de inmediato las acciones contra los militares, pues él no iba a permitir que ninguna juez manchara el nombre del Ejército”. González cuenta que salió del despacho del ministro Samudio directo a Presidencia, y le contó lo sucedido al asesor Rafael Pardo, “aunque no sé si él lo recuerde…”. Tarea en apariencia fácil, pues bastaría con preguntarle a Pardo si él lo recuerda.

Pero aquí no acaba la historia, porque el padre de la jueza -el exgobernador de Boyacá, Álvaro González- le aconseja que salvaguarde su conciencia y deje el caso. Así lo hace, y es cuando se exilia, pero antes deja firmados los autos de detención y las órdenes de captura contra el entramado paramilitar detrás de las masacres.

En venganza -no se sabe quién dio la orden- su padre fue asesinado el 4 de mayo de 1989 cuando detuvo su vehículo en la calle 39 con séptima a la espera del cambio del semáforo: un sicario le disparó frente a su esposa. Y la hija no pudo asistir a las exequias, por falta de garantías.

DE REMATE: Saltando del pasado al presente, no sobra recordar que el futbolista Juan Fernando Quintero exigió explicación al hoy comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro (el mismo que envió mensaje de condolencia a la familia del asesino ‘Popeye’) sobre la desaparición de su padre. Según Quintero, cuando Zapateiro se desempeñaba como capitán envió a su progenitor a Medellín, luego de haber tenido un altercado con él en Carepa (Antioquia), donde prestaba servicio militar.  Y nunca más se supo de Jaime Quintero. (Ver noticia).

martes, 19 de enero de 2021

Prepárate: ya viene el Gran Hermano

 


Tomado de El Espectador

Comenzaré por contar lo que le pasó a una amiga, quien ingenua publicó en su muro de Facebook la foto de un agraciado oficial nazi bebiendo de una jarra espumante de cerveza, con esta leyenda: “A ver amigas, no me digan que no les encantaría irse de farra con tan formidable varón”. (Ver Foto 1).

Dice la amiga que ella ni siquiera sabía que su anhelado sujeto era nazi, pero es de suponer que el algoritmo de la red social identificó el águila imperial con sus alas desplegadas sobre el quepis del soldado y ese mismo día recibió este mensaje:

“No puedes publicar ni comentar durante las próximas 24 horas. Esto se debe a que publicaste contenido que no cumplía nuestras normas comunitarias. Esta publicación infringe nuestras normas sobre personas u organizaciones peligrosas, por lo que solo tú puedes verla”. (Ver Foto 2).

Dejó pasar las 24 horas de la sanción sin complicarse, y unos días después en un bus de Transmilenio le tomó foto a algo que juzgó llamativo, la chamarra de un joven que pretendía mostrar su rebeldía juvenil con tres parches adheridos al hombro: la bandera de Alemania, una cruz gamada y… la efigie del Che Guevara. Y mi amiga la publicó, con este mensaje: “Miren semejante oxímoron”. (Ver Foto 3).

Pues buen: el algoritmo de Facebook no está programado para captar sarcasmos ni planteamientos teóricos, sino que identificó una eventual reincidencia en el tema nazi, por lo que debió asumir que andaba dedicada a ensalzar el nazismo o haciendo propaganda política de dicha ideología criminal. Y le cerró la cuenta, no de manera temporal sino definitiva, y cuando la amiga de esta historia quiso entrar se encontró con que le negaba todo acceso a su nombre de usuario, como si esa cuenta nunca hubiera existido, pero la verdad monda y lironda fue que se le desapareció todo lo que había publicado en su muro de Facebook en los últimos nueve años. Sin fórmula de juicio.

Es cierto que ella habría podido abrir una nueva cuenta con otro nombre de usuario, pero consideró indignante que Facebook ni siquiera se le hubiera permitido explicar el error en que estaba cayendo el algoritmo ‘censor’, pues es evidente que mi amiga Carolina fue víctima de censura por parte de la red social, y para colmo de la paradoja se trató de un error de “apreciación” del sistema.

Y esto obliga a saltar a Donald Trump, con quien ocurrió (iba a decir se cometió) un acto de censura de algún modo similar, y por partida doble: mientras que Twitter le cerró su cuenta de modo definitivo, el propio Marck Zuckerberg dueño de Facebook informó que se le impuso una sanción hasta este 20 de enero, día del traspaso de poder, cuando se convierte en un ciudadano más y ya no puede valerse de su poder presidencial para promover acciones vandálicas de corte terrorista contra las mismas instituciones que lo convirtieron en el hombre más poderoso del planeta.

Sea como fuere, en los casos de Donald y Carolina hay algo a todas luces injusto para esta última, en particular el trato recibido por parte de Facebook: mientras el primero recupera hoy la información de su cuenta y todo su poder de sembrar zozobra e inconformismo entre sus rabiosos seguidores (y cualquier parecido con cierto sujeto sub judice de Colombia no es coincidencia), a mi amiga Carolina no se le concedió ni siquiera el derecho al pataleo, y no podrá nunca recuperar la información y los recuerdos que con laboriosidad de hormiga había ido acumulando en su propia cuenta. Fue como si le hubieran arrebatado de su propia habitación su diario personal, donde guardaba sus más sentidas vivencias.

Según Juan Carlos Gómez en columna para El Espectador, “por fin se cumple el aforismo de McLuhan en toda su expresión: Zuckerberg y Dorsey (el de Twitter) son el medio y el mensaje. Además, son los jueces, legisladores y reguladores de la opinión”.

Es aquí donde debemos centrar la atención, pues lo ocurrido en días recientes con Whatsapp (cuando pretendió obligar a los usuarios a vulnerar la privacidad de sus cuentas y luego debió retractarse), es el anuncio de lo que viene en camino, algo al parecer inatajable, consistente en que las redes sociales han comenzado a tomar mando y control sobre la vida de todos nosotros, algo que va desde los desplazamientos diarios hasta el conocimiento de nuestros gustos más íntimos.

En este contexto no es un error vislumbrar un escenario como el vaticinado por George Orwell en su alucinante novela 1984, en lo referente al Gran Hermano: no el dictador de Oceanía cuyos esbirros ejercían vigilancia de la población mediante pantallas, cámaras y enormes murales, pero sí un sistema de control planetario consistente en que un conglomerado compuesto por los dueños de determinadas redes sociales conoce hasta el más mínimo de tus gustos y tu ubicación geográfica al milímetro.

Lo anterior se traduce en que mientras estés conectado (¿alguien hoy puede permanecer desconectado?) te darán lo que quieres ver y escuchar, y de ahí en adelante será breve el camino a recorrer para que empiecen a controlar también tu forma de pensar. Y tu forma de hacer compras, incluso de votar, como en la elección de Donald Trump en 2016, inducida por Cambridge Analytica y fielmente retratada en el documental Nada es privado, de Netflix.

Un tercer asunto preocupante tiene que ver con Colombia, en lo relacionado con el control represivo que este gobierno de claro corte neofascista ha comenzado a ejercer sobre la población, con medidas que van desde la autorización a la Policía para ingresar a viviendas o realizar arrestos sin orden judicial, pasando por el perfilamiento de más de 400 antiuribistas de Twitter que realizó una firma privada bajo contrato con la Presidencia de la República, hasta la compra estratégica de Semana por una familia de banqueros afecta al uribismo, sin olvidar la mermelada que a raudales se reparte sobre los medios que el gobierno ha arrodillado para convertir en aliados mediáticos de su campaña de dominio cada vez más progresivo sobre la vida de la nación.

Así las cosas, mientras con el uso del celular quedamos expuestos a perder nuestra privacidad, con este Gobierno cada día más autoritario estamos sin duda alguna vigilados y en las peores manos.

Ya de remate, pongámonos de malpensados: si la gente no está vacunada y aumenta el número de contagios y de muertes, nadie puede salir a protestar. Así, el Gobierno del subpresidente Duque puede seguir haciendo de las suyas. Pueden por ejemplo seguir matando líderes sociales, porque no hay manera de impedirlo.


martes, 12 de enero de 2021

El genocidio de Barco y el actual: ¿alguna diferencia?

 

Tomado de El Espectador

Son muchos los interrogantes que suscita la columna que publicó el domingo pasado Alberto Donadío en Losdanieles.co (Virgilio Barco y el exterminio de la UP), pero son más preocupantes las certezas que arroja.

La primera, la más contundente y demoledora nos muestra al hombre que gobernaba a Colombia en 1986, Virgilio Barco Vargas, aprobando asesinar a los miembros de la Unión Patriótica, grupo político que como resultado de conversaciones de paz con el gobierno de Belisario Betancur servía de puente para una eventual dejación de las armas por parte de las Farc. Fueron más de 3.000 personas asesinadas según el Centro Nacional de Memoria Histórica, y Donadío nos recuerda que un fallo de la Sala de Justicia y Paz lo calificó de “genocidio político”.

¿Y quién creen ustedes que introdujo la llave que encendió esa máquina mortífera por toda la geografía nacional? Un presidente del otrora glorioso Partido Liberal. Inaudito.

La idea original era encomendarle la tarea a un agente israelí de seguridad amigo suyo, de nombre Rafi Eitan, a quien Barco había conocido en Estados Unidos y cuya propuesta consistía en eliminar a los miembros de la Unión Patriótica (UP). Él mismo ofreció encargarse de esa tarea, a cambio de un contrato de honorarios.

La segunda certeza del escabroso relato surge cuando nos enteramos de que el Ejército se opuso “con vehemencia”, pero no por objeción de conciencia a que se les encomendara una misión gansteril, sino porque querían encargarse ellos mismos de tan “patriótica” tarea. Según Donadío, el alto mando amenazó con renunciar en bloque si Eitan era encargado de la misión. En su concepto, debían ejecutarla ellos y no un comando extranjero. “Barco reculó y aceptó que así fuera. Eitan se quedó sin el segundo contrato”.

Si de puros desocupados nos pusiéramos a comparar la matanza de Barco con la ola actual de masacres, asesinatos de líderes sociales y eliminación selectiva de desmovilizados de las Farc, podría pensarse que tanto los métodos de exterminio como el propósito estratégico -desde lo militar- sigue siendo el mismo: la aniquilación sistemática de un grupo poblacional al que se le define como un enemigo interno. Lo único que en apariencia cambia son los autores materiales, antes grupos paramilitares que realizaban sus masacres con la complacencia u omisión -o participación- del Ejército (como está documentado por variadas fuentes), hoy supuestos mafiosos del Cartel de Sinaloa o grupos residuales del paramilitarismo que misteriosamente nunca son apresados. ¿Y por qué no son apresados? Porque más bien parece que fueran instrumentalizados por los verdaderos autores, como cuando el paramilitarismo se apoderó de vastas regiones del país y las fuerzas del Estado fueron impotentes para enfrentarlos. ¿Impotentes? ¡Mentira! Cómplices soterrados.

Con base en lo anterior, es factible colegir que la racha de violencia genocida actual resucita la doctrina de la Seguridad Nacional desarrollada tanto por los ejércitos de varias dictaduras latinoamericanas (Pinochet, Videla, Bordaberry, Stroessner) como por organismos de seguridad colombianos, en su momento con la complacencia del Departamento de Estado norteamericano y de un tiempo para acá con la venia complaciente del delirante presidente Donald Trump, cuyo período a Dios gracias se extingue este 20 de enero, si no se presentan sorpresas.

Ahora que en Colombia tenemos un gobierno tan proclive a las soluciones autoritarias (por no decir un gobierno fascista), no puede ser simple coincidencia que desde la posesión de Iván Duque se haya desatado una racha imparable de asesinatos contra personas más cercanas a la izquierda -por su compromiso con lo social- que a esa extrema derecha encarnada en el gobernante uribismo que lucha por preservar los privilegios de las élites en el poder y por ensuciar el agua donde todos nos bañamos para que no se note lo cochinos que ellos están.

Si la matanza de los más de 3.000 miembros de la Unión Patriótica fue ordenada por un gobierno de estirpe liberal, ¿se imaginan no más todo lo que están dispuestas a hacer (y están haciendo) las fuerzas oscuras comandadas por un sujeto tan ruin, perverso y criminal como Álvaro Uribe Vélez?

Mejor dicho, estamos en las peores manos y nadie, menos los grandes medios de comunicación, se quieren dar por enterados. Fíjense no más que a una revelación tan espeluznante como la que trajo Alberto Donadío el domingo pasado, no le dieron ninguna repercusión medios como Semana, El Tiempo, Caracol o RCN. El Espectador, confirmando así que “la excepción hace la regla”.

En conclusión, es inmensa la curiosidad por conocer la fuente que le contó a Donadío las cruciales revelaciones que hizo en su columna, pero mayor intriga despierta saber por qué nunca ha habido un combate entre tropas del Ejército y un grupo paramilitar, o por qué en las regiones con mayor presencia de brigadas o batallones militares se presentan más masacres y asesinatos de líderes sociales. ¿Será que la Inteligencia Militar no les sirve para nada, o será que…?

DE REMATE: Hablando de enemigos internos, al uribismo le conviene como a ninguno que existan las disidencias de las FARC y el ELN, porque les son políticamente rentables. Ahí reside el peligro de que un día se acabe la guerrilla y por fin haya paz. ¡Se acaban también ellos!


martes, 5 de enero de 2021

La increíble y triste historia de un asalto y su retoma desalmada

 


Tomado de El Espectador

Mi primer recuerdo sobre el magistrado Carlos Horacio Urán Rojas se remonta a una fiesta de cumpleaños en un apartamento frente al Park Way de Bogotá, donde me lo presentaron esa noche. Puedo estar equivocado, pero me parece haberlo escuchado ahí cantando la Canción para Julia de Paco Ibáñez, mientras algún amigo suyo tocaba una guitarra.

Nunca lo volví a ver, y solo supe nuevamente de él a raíz de la toma del Palacio de Justicia que efectuó el M-19 el 6 de noviembre de 1985, o más bien, a causa de la salvaje retoma por parte del Ejército. Como lo demuestra sin margen de duda el libro escrito por su hija y hoy tema de esta columna, Mi vida y el Palacio, de Helena Urán Bidegain, dos soldados sacaron al magistrado con vida de allí cojeando el jueves 7 a las 2:17 de la tarde, para ser torturado a continuación en la Casa del Florero, ejecutado con un tiro de gracia y devuelto ese mismo día.

En palabras de su autora, “Lo habían asesinado y vuelto a entrar al edificio, posiblemente por la puerta del parqueadero y lejos de cámaras, para realizar el levantamiento adentro, una hora y cuarenta y tres minutos después de su salida”. Pág. 113

Mi vida y el Palacio (Editorial Planeta) es duro de digerir comenzando un año del que anhelamos un futuro más esperanzador, y al final deja el sabor amargo de un crimen cuyos autores materiales e intelectuales siguen en la impunidad. Pero había que leerlo, haciendo de tripas corazón.

Precisamente de tripas corazón debió armarse su joven autora para escribirlo, y si ella tuvo ese valor para adentrarse en una investigación que la obligó a revivir el dolor de la trágica partida de su padre, es de caballeros corresponder a su coraje con la lectura de un texto tan desgarrador, a la espera quizás de que algún productor de Netflix ponga sus ojos en la historia y esto contribuya a que un día a los asesinos les caiga el peso de la justicia, en consideración a que el delito no prescribe, pues fue declarado de lesa humanidad.

El gran mérito del libro de Uran Bidegain es que va en busca de la verdad, sin contemplaciones, y las verdades que encuentra las expone a rajatabla, a modo de catarsis si se quiere, como si fuera su “venganza” con los que mataron a su padre.

Verdades que no se quedan en el relato de ese crimen, sino que se extienden a escudriñar en torno a la toma misma del Palacio de Justicia, a los preparativos y la reacción prevista. Si hemos de creer en lo que allí revela, desde meses atrás el Ejército se había enterado de los planes del M-19 y esperaron a los guerrilleros como gato en ratonera. “Un análisis de inteligencia de enero del 85 que llegó al Comando del Ejército decía: ‘Las operaciones deben desarrollarse en forma decidida y rápida inicialmente, y lograr objetivos definidos antes de que la intervención de la acción política imponga la suspensión de las operaciones”. Pág. 157

Verdades, también, en torno al incendio del archivo del Palacio, atribuido al M-19: “Muchos vieron al Ejército prender el fuego y lanzar algo que describieron como “bolas de fuego” a los archivadores. Coinciden en esto varios periodistas que ven con dudas el inicio del incendio apenas se dieron los primeros disparos dentro del Palacio”. Pág. 58

Verdades que se extienden a la búsqueda de los principales responsables de la muerte de su padre, a los que identifica con nombres y apellidos, para la posteridad, quizá para que su padre descanse más tranquilo. Es entonces cuando aparece en escena la fiscal Ángela María Buitrago, quien no solo logró llegar hasta una bóveda secreta del Ejército donde halló la billetera de Uran con todos sus documentos (atravesada por un disparo), sino que, producto de su juiciosa investigación, llamó a indagatoria a los tres generales responsables de la toma: Jesús Armando Arias Cabrales, Rafael Hernández López y Carlos Augusto Fracica. Pero “la semana siguiente, el 2 de septiembre, fue retirada del caso por el nuevo fiscal general (…) Guillermo Mendoza Diago, y así la investigación por el asesinato de mi padre quedó completamente paralizada”. Pág. 124

Podría extenderme a otros fragmentos más reveladores, pero no se trata aquí de contarles el libro sino de hacer una reflexión sobre la importancia de tan valioso texto, en lo concerniente a consignar para la historia cómo fue que en realidad ocurrieron las cosas en torno al Palacio de Justicia.

Ahora bien, no puedo retirarme sin citar lo que sintió Helena un tiempo largo después de la toma, durante una izada de bandera en su colegio en Bogotá, al regreso de una estancia en Uruguay, el país natal de su madre: “¿Qué significaba tener que pararme detrás de esa bandera? ¿Qué país era este, donde a la gente la mataban, la perseguían, donde debía huir, donde nos dejaban huérfanos? No, yo no podía sentirme bien en un lugar que me causaba dolor y me sometía”. Pág. 131

Una reflexión adicional del suscrito apuntaría a que el momento actual que vive Colombia en nada si diferencia de esta última vivencia de la autora, pues aquí a la gente la siguen matando -ahora con masacres casi diarias-, la siguen persiguiendo, mucha gente tiene que huir y a muchos los están dejando huérfanos. Y esos directos responsables de la muerte de su padre son, de algún modo extensivo en el tiempo, los mismos que hoy de nuevo tienen la sartén por el mango.

En alusión a la fiscal Buitrago, Helena Uran menciona al abogado alemán Hans Litten, quien en 1930 enfrentó a los paramilitares nazis (SS) que buscaban socavar la democracia. Litten fue puesto preso y confinado al campo de Dachau en 1933, “cuando finalmente Hitler ascendió en Alemania, tras usar el incendio del Reichstag como excusa para suspender las libertades civiles y tomar el poder”. (Pág. 159). Es de esperar que esto no tenga un carácter premonitorio, pues en Colombia cada día recortan más las libertades individuales y es evidente que los dueños del poder están buscando un pretexto para quedarse indefinidamente. Por ejemplo, generando tanta violencia y malestar social, que al final la gente pida a gritos una Constituyente.

DE REMATE: ¿Se acuerdan de los azarosos días de la guerra de Pablo Escobar contra el Estado para doblegarlo a su voluntad? Bueno, la única diferencia es que quienes hoy conspiran contra las instituciones para amoldarlas a su amaño, son los mismos que están a cargo de ellas.