miércoles, 15 de diciembre de 2021

Las jugadas de Petro buscan un gol olímpico

 


Tomado de El Espectador

En entrevista reciente para El Unicornio la analista uruguaya -nacionalizada en Colombia- Laura Gil dio la clave para entender a qué obedecerían las sorpresivas jugadas políticas de Gustavo Petro en los últimos días: “Petro está haciendo todo el esfuerzo para evitar ir a una segunda vuelta, porque sabe que en ese escenario sería todos en contra suya”. (Ver entrevista).

El planteamiento suena razonable y explicaría las aparentes incoherencias en que estaría cayendo el dirigente de la Colombia Humana. Sin embargo, conviene recurrir a la frialdad analítica en busca de averiguar si es conveniente o contraproducente para su proyecto político.

De entrada, diferenciemos entre jugada y treta. Jugada es una “acción destacada que se produce en el transcurso de un juego”. Treta es el “medio que se emplea con astucia y habilidad para conseguir una cosa mediante engaño o trampa”.

En lo deportivo, una jugada es por ejemplo el gol olímpico que le propinó Juan Guillermo Cuadrado al Génova en el cobro de un tiro de esquina. Nos dejó a todos boquiabiertos. Treta, el gol del minuto 95 a todas luces amañado (¡y oso internacional!) durante un partido del torneo nacional entre Lanceros y Unión Magdalena, que ascendió a este último equipo a la primera división.

Ya en lo político, una treta fue la “jugadita” de Ernesto Macías para impedir la intervención de la oposición tras el discurso presidencial al inicio de las sesiones del Congreso en 2019. O Jennifer Arias queriendo engañar a su universidad con una tesis de maestría manchada de plagio intelectual.

A riesgo de ser etiquetado de petrista, diré que el modo en que Gustavo Petro está tratando de atraer a su redil al liberalismo no clasifica como treta sino como una hábil jugada, riesgosa si se quiere, pero de alto calado. Ahora bien, la incorporación del pastor evangélico Alfredo Saade a la consulta sí lleva el acíbar amargo de una treta politiquera, donde coincido con Humberto de la Calle en que “no es posible hacer compatible una plataforma llamada progresista con la incorporación al más alto nivel de un pastor liberticida y enemigo de la diversidad”. (Ver columna).

Lo cierto es que en los últimos meses hemos asistido a una operación fríamente calculada, que apunta a erosionar al Partido Liberal desde adentro y cuyo comienzo se ubica en la adhesión de Roy Barreras, un médico de ideología liberal que se inició en las juventudes galanistas y posee dotes de camaleón: en 2006 es elegido representante a la Cámara por Cambio Radical, en pleno apogeo del uribismo; pero al percibir su declive, en 2009 se hace expulsar y migra al Partido de la U, de Juan Manuel Santos, con tal éxito en su voltereta que fue incluido como negociador en las conversaciones de paz con las Farc. ¿Algo indebido en eso? No señores, “la política es dinámica”.

El siguiente paso lo dio Luis Fernando Velasco, también de las entrañas liberales, quien partió cobijas con César Gaviria y se presentó como precandidato presidencial a la consulta del Pacto Histórico después de anunciar que “el Partido Liberal hoy es una vergüenza”. (Ver noticia).

Pero el gran terremoto -tiznado de escándalo- se dio tras la publicación de una foto donde aparece el exgobernador de Antioquia por el liberalismo, Luis Pérez, en compañía de la líder social Isabel Cristina Zuleta y el abogado Luis Eduardo Parra, este último alguien que viene de menos a más en el petrismo y, al parecer, habría sido el gran componedor de dicho encuentro. (Ver foto).

Hablando de jugadas que nos dejan boquiabiertos, boquiabierta quedó Margarita Rosa de Francisco, así que corrió a preguntarle a Petro: "¿La cosa es un hecho? ¿Cuál sería el trato?” (Ver trino).

En este punto, como dijo el descuartizador de Boston, vamos por partes: el acercamiento de Luis Pérez al Pacto Histórico (¿o fue al revés?) tuvo que ser el resultado de algún trato o acuerdo, sobre un escenario donde de entrada se pensaría que el único beneficiado es Pérez, por el reencauche de su imagen, mientras que el agua sucia pareció llevársela Petro, de quien Federico Gómez Lara afirma que “se olvidó de su pasado y se casó con una nueva consigna: hay que ganar, a como dé lugar. Todo vale. Quién iba a creer que en apenas tres años el líder de la Colombia Humana fuera a convertirse en un aventajado político tradicional”. (Ver columna).

En conclusión, esta última jugada de Petro resultó más osada que la de cualquier avezado tahúr, y la reflexión a la que invita Gómez Lara es si se debe considerar lícito o incorrecto que a estas alturas del partido se acuda a tan arriesgada apuesta -llámese negociación, trato o componenda- con un sector de la política tradicional, y con un solo objetivo: la conquista del poder, cueste lo que cueste.

Si llegara a ser cierto lo que plantea Laura Gil, que Petro cree que si no gana en primera vuelta lo harán perder en la segunda, ¿no se justificaría entonces el intento de atraer al liberalismo a su favor metiendo en la misma canasta del mercado (electoral) a alguien de la entraña liberal como Luis Fernando Velasco, al lado de un camaleónico -pero inteligente y hábil- Roy Barreras, y encimita al muy cuestionado Luis Pérez, todo bajo el loable objetivo estratégico de hacerse a la presidencia y… como dice el refrán campesino, en el camino se arreglan las cargas?

Pese al bajonazo de imagen que ha recibido el Partido Liberal por cuenta de su licenciosa cercanía al gobierno del subpresidente Iván Duque, es innegable que César Gaviria tiene en sus manos un poder inmenso, dependiendo de las decisiones que tome frente a la campaña electoral en ciernes.

Hoy el único aspirante por ese partido es un hombre a mi modo de ver intachable, el exgobernador del Atlántico Eduardo Verano de la Rosa, quien de años atrás pregona la necesidad de concebir a Colombia como un país pluricultural: “que las regiones tengan una entidad territorial y autoridades propias, con una filosofía de gobierno local y planes de desarrollo dentro de un enfoque regional. Sería sin duda una economía más próspera”. (Ver entrevista).

No es de mi incumbencia sugerirle al director del Partido Liberal lo que debe hacer, pero llego a imaginar un escenario donde un día Gaviria (César, no Alejandro) amanece de buenas pulgas y le da por anunciar algo así, palabras más palabras menos: “puesto que Eduardo Verano de la Rosa es el único aspirante por muestro partido y en la coyuntura actual se imponen las coaliciones, lo invito a que participe en la consulta del Pacto Histórico”.

La humilde impresión del suscrito es que en tal caso el único que sobraría -como mosco en leche- en esa consulta sería el impresentable Saade, mientras que la honrosa adhesión del liberalismo en pleno a la causa del Pacto Histórico le permitiría a Gustavo Petro conquistar su anhelado sueño de ser presidente de Colombia en la primera vuelta. Palabra que sí.

Post Scriptum: En consonancia con la tendencia ‘cristiana’ que ahora se respira en el petrismo, la directora de Comunicaciones, Nany Pardo, publicó en uno de sus trinos una imagen de la Virgen de Guadalupe con esta leyenda: “Gracias, Morenita”. Solo le falta invitar a rezar el rosario en compañía de su ex, el muy publicitado actor Agmeth Escaf, hoy candidato a la Cámara de Representantes por obra y gracia suya. (Ver trino). En todo caso, va mi mensaje solidario para Miguel Ángel del Río, a quien eliminaron de la merecida cabeza de lista en Atlántico para poner al actor en el papel “protagónico”.

martes, 7 de diciembre de 2021

Mi apostolado es contra la religión


 

Tomado de El Espectador

El origen de la religión desde el relato mítico se remonta a los días en que Moisés llegó a su aldea a contar que mientras apacentaba unas ovejas se prendió en llamas una zarza y desde allí le habló el Señor, quien le habría dicho: “he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto y he escuchado su clamor, pues estoy consciente de sus sufrimientos. Así que he descendido para librarlos de los egipcios, y para sacarlos de aquella tierra a una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3:3-17).

La evidencia de la inutilidad de la religión -y de ese dios- reside en que su promesa nunca se cumplió, pues si bien es cierto que los judíos lograron librarse de los egipcios, fueron castigados por el mismo Yahvé a errar en el desierto durante 40 años, porque desoyeron sus mandatos. Y esta es la hora en que ese pueblo guerrero, otrora víctima del nazismo y ahora victimario del pueblo palestino, sigue a la espera de la tal tierra prometida.

Sea como fuere, el pueblo le creyó a Moisés y a los ojos de todos se convirtió en el vocero de Dios sobre la Tierra. Y arropado en su condición de líder descubrió que eso era bueno, porque le daba poder sobre los suyos. Y así nació la política, emparentada con la religión: en ese punto de la historia de Israel, la personificación de su dios en una zarza ardiente enviando un mensaje de aliento, ayudaba a los judíos a calmar una angustia terrenal.

Por eso se dice que el origen de la religión está ligado a un sentimiento primitivo: el miedo a lo desconocido, la necesidad de una protección desde lo alto, la urgencia psicológica de tener de su lado a una divinidad con poderes sobrenaturales, a la que se le debe agradar para que no descargue su ira implacable contra el humilde creyente: “Señor, ten piedad”.

En el fragor del rayo que no cesa, en la tormenta amenazante, en el eclipse repentino de sol que maravilla al habitante de las cavernas está el origen de la religión. Es la necesidad de protección física, pero es también la urgencia de una certeza en que la vida no se acaba después de la muerte, porque alguien o algo inasible nos espera al otro lado. Certeza es creencia, creencia es la plena seguridad de que no estoy equivocado: creer en lo que no vemos porque “Dios así lo ha revelado”.

Todo lo anterior sería digno de respeto, si no fuera por el daño irreparable que han ocasionado unas y otras religiones desde el principio de los tiempos, unas veces en forma de cruzadas a tierras lejanas para matar a los infieles que creen en el dios equivocado, otras en forma de alienación desde la pila bautismal, cuando nos inscriben contra nuestra voluntad en una religión y quedamos para siempre matriculados en esa doctrina (“la única verdadera”) como el hierro candente sobre la piel de la vaca, imborrable. En el caso que nos ocupa, con el hierro candente de la fe sobre el cerebro.

Religión es por antonomasia algo que une, pero, vaya paradoja, nos aleja de los que no comparten esa creencia. En tal medida, la religión aísla, divide. Según el novelista ateo José Saramago, “en ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a otros”.

Ardua es entonces la tarea que le queda a la civilización occidental para superar esos estados de confusión mental, soportados sobre el relato mitológico de un Dios que insufla el aliento vital del Espíritu Santo sobre una mujer virgen, la cual después de parir sigue siendo virgen. Y pregona que en el séptimo día de la creación, Dios -un ser de naturaleza masculina- depositó a la primera pareja sobre el paraíso terrenal, pero la mujer hizo pecar al hombre y así nos dejó atados a la noria del pecado original, motivo por el nuestro creador tuvo que mandarnos a su hijo para redimirnos de la culpa, muriendo en medio de horribles padecimientos. Desde esa fecha al parecer quedamos redimidos, pero a la vez atados a la obligación de agradecerle ad aeternum por semejante sacrificio.

Por eso dije en alguna columna anterior que la religión no se practica como quien practica un deporte o una afición artística, sino que se padece.

Es entonces cuando se adquiere una especie de certeza lúcida -no desde la creencia ciega sino desde lo racional- sobre la urgencia de ejercer un apostolado en contravía, para “iluminar” al equivocado de buena fe y hacerle comprender que una vida sin religión, aunque cimentada en la práctica del amor al prójimo, es lo deseable en todo aquel que quiera liberarse de falsas culpas y temores, en acatamiento de una sola consigna, repleta de bondad humana: hacer el bien y pasarla bien.

No es tarea fácil, pues todo creyente al que se le trata de demostrar su error activa de inmediato un mecanismo primitivo de protección de su fe, el cual le advierte que cualquiera que pretenda mostrarle una senda diferente es malo, quizás un engendro del demonio. El creyente en deidades se ofende porque se siente atacado, es capaz incluso de matar al que quiere sacarlo de su engaño.

Casos se han visto, verbi gratia en EE. UU., de personas provida que han hecho estallar bombas contra clínicas que practican abortos, dizque porque allí “matan seres inocentes”, sin importarles las vidas que han segado con sus bombas. Castigo divino.

Lo preocupante del asunto es que con motivo de la pandemia, en las redes sociales se exacerbaron los sentimientos religiosos a niveles indecibles, tal vez por la necesidad de protección divina ante el riesgo del contagio, hasta el punto de encontrar en grupos de Whatsapp de liberales progresistas a personas que llevadas por la ansiedad inundan el chat con bendiciones, cadenas de oración, consejos de vida piadosa o sermones de curas chistosos, incluso invitaciones a rezar el rosario.

Y trata el agnóstico bienintencionado de recordar que la práctica de una religión es un asunto privado, como lo es la práctica del sexo, de la que nadie se anda envaneciendo. Pero es arar en el desierto, y allí se evidencia entonces que Marx sigue teniendo razón en que “la religión es el opio del pueblo”.

En alguna columna anterior propuse a Pepe Mujica como sumo pontífice del agnosticismo: Pepe para papa. Decía que este planeta sería un mejor vividero si, así como los creyentes en deidades están organizados en iglesias jerarquizadas que controlan sus vidas, los no creyentes en esas pendejadas también deberíamos organizarnos en alguna congregación que trate de sacar al mayor número de personas de la ignorancia en que se hallan, atrapados por su propia fe en una quimera.

Se trata de una tarea noble y altruista, como la de cualquier apostolado. Palabra que sí.

Post Scriptum: Hace cinco años quise alertar sobre los peligros inherentes a la utilización de la religión como arma política para derrotar al SÍ en el plebiscito de 2016. Ad portas de una nueva campaña electoral, no sobra traerla a colación. (Ver columna).