lunes, 26 de agosto de 2013

La semilla patentada de la indignación


La frase pronunciada por el presidente Juan Manuel Santos este domingo 25 de agosto, según la cual “ese tal paro nacional agrario no existe”, le dio la razón a Antonio Navarro Wolff cuando el día anterior había dicho: “veo al gobierno confundido, presionado por la situación social que está viviendo el país”.

Confundido, sí, pues uno no se explica cómo la misma mañana en que dio la largada a la Caminata Nacional de la Solidaridad, el mandatario pudo haber usado palabras tan insolidarias con la situación por la que vienen atravesando los campesinos colombianos, en particular los de Boyacá, que ante la avalancha de importaciones y la consecuente caída en los precios de la leche, la papa y demás vegetales que ellos producen, ya sienten en carne propia el ímpetu arrasador de los TLC que Colombia suscribe a la topa tolondra con todo país que lo solicite, como la chica fácil del paseo.

Lo preocupante es que el presidente en los últimos días viene usando un lenguaje cada vez más retador, y esa autosuficiencia verbal no se compagina con la capacidad de manejo que hoy tiene de su gobernabilidad, sino todo lo contrario. De un tiempo para acá ha comenzado a hablar como el tigre antes sigiloso pero que de pronto se siente acorralado y en medio de la oscuridad lanza zarpazos a enemigos virtuales o reales, a lo que se le atraviese.


Una especie de extraña incongruencia nos advierte que este es quizá el momento en que los colombianos más deberíamos estar siendo solidarios con nuestro presidente, sobre todo en su propósito de aclimatar la paz, pero él no deja. Al día siguiente de iniciado el paro ya había dicho que “no ha sido de la magnitud que se esperaba”, y es ahí donde no se entiende a qué le está apostando, pues sus palabras desconocen que las mayorías nacionales coinciden en la plena justificación de la protesta social, mientras Santos –que no es ningún angelito- adopta actitudes belicosas y provocadoras, que solo sirven para exaltar los ánimos de una gallera enardecida.

Fue como lo ocurrido el viernes 23, cuando las Farc decidieron no levantarse sino retirarse de la mesa por unos días, para “estudiar” lo de una eventual referendo a los acuerdos en día de elecciones (que sin querer queriendo soltó Roy Barreras delante de un micrófono), y el presidente juzgó “perfectamente legítimo y válido que lo estudien”, pero al día siguiente se despertó camorrero, hizo venir de La Habana a sus negociadores y anunció que “en este proceso el que decreta las pausas y pone las condiciones no son las FARC”.
No sabemos si nuestro mandatario es consciente de hasta qué punto está alborotando el avispero en su empeño de imponer la autoridad y mostrarse en control de la situación, cuando lo único que ha conseguido es  que todos se le vengan en gavilla. El aspecto más llamativo del golpe que debido al paro sufrió su imagen se manifestó con inusitada fuerza en las redes sociales, donde se convirtió en el rey de burlas de tirios y troyanos, que ahora desde la derecha lo bautizan “el cínico”, desde el centro lo pintan poniéndose “de ruana” a los campesinos, y desde la izquierda William Ospina lo define con acierto como el “Doctor sí, doctor no”.

La enfermedad por la que hoy atraviesa Juan Manuel Santos se llama incoherencia, y su consecuencia más inmediata es que con cada nueva bravuconada suya extiende y fortalece más la semilla de la indignación, cual si hubiera sido patentada por Monsanto, y cuyos intereses pareciera defender más que los de sus nacionales. Incoherencia porque está sentado a la mesa de la paz con quienes ha combatido a muerte, pero ‘pordebajea’ como integrantes de un “paro pobre” a los colombianos de cincha y alpargatas que se atraviesan en la vía no para que les den plata, sino para forzar al gobierno a que aplique políticas y medidas agrarias que les permitan sobrevivir.


Una realidad de a puño –y en esto el presidente tiene razón- es que el paro está siendo aprovechado por  "infiltrados" que utilizan a los campesinos para "sembrar el miedo en el país". Pero esta vez no quiso hablar de guerrilleros porque los infiltrados son otros, son políticos de todas las tendencias que están pescando en el río revuelto de la indignación popular, desde el senador Jorge Robledo y el Partido del Tomate hasta las mismas camarillas uribistas que lucharon a brazo partido para lograr la aprobación del TLC con EEUU, y así le pusieron el abono a la semilla de las protestas que hoy comienzan a florecer por todos los confines del territorio.

Diríase entonces que Juan Manuel Santos se está quedando con el pecado pero sin el género, donde el género es el manejo de una situación política y social que pareciera salírsele de control por cuenta de un trato verbal pendenciero y arrogante hacia los protestantes, como de Luis XIV (“el Estado soy yo”), mientras el pecado radica en que la aplicación de sus políticas agrarias lo identifican con el “rufián de esquina” que, vaya paradoja, es quien más ventaja política le está sacando a esa indignación que con sus propias y torcidas manos él mismo se encargó de engendrar y germinar…

Twitter: @Jorgomezpinilla

lunes, 12 de agosto de 2013

Santos, ¡legalízala!


En diciembre de 2008, en vísperas de la primera posesión del presidente de Estados Unidos, escribí para El Tiempo una columna titulada “Obama, legalízala”. Así, sin signos de admiración y entre comillas.

El título lo tomé de un capítulo de Los Simpson que muestra a Lisa como la presidente de Estados Unidos y a su hermano Bart convertido en un vago de siete suelas que le ayuda a resolver un problema con unos países acreedores, mientras Homero (el padre de Bart y Lisa, para los ignorantes en la materia) despedaza con una pica los pisos y jardines de la Casa Blanca en busca del tesoro de Lincoln. Cuando Lisa le pregunta a su hermano cómo retribuirle el favor de haberle espantado esas culebras, Bart le dice: "legalízala". A lo que ella responde: "dalo por hecho".

Aquí entre nos, pareciera como si al llegar a la presidencia Barack Obama hubiera decidido cumplirle la promesa a Bart Simpson, porque es evidente que desde la fecha de su posesión hasta hoy el mundo viene dando pasos de gigante hacia su plena legalización, tanto en la producción como en el consumo.


El paso que comenzó a abrir las compuertas lo dieron los Estados de Washington y Colorado, que en noviembre pasado votaron a favor de legalizar totalmente la marihuana, mientras en la parte sur del continente Uruguay fue el primer país latinoamericano que tuvo la osadía de seguir el ejemplo, faltando allí tan solo la ratificación de un Senado mayoritariamente oficialista.

Esto es algo que se estaba demorando, y a Colombia le corresponde ahora dar el siguiente paso si no quiere que de nuevo la cojan con los pantalones abajo, como le ha venido ocurriendo frente a la Guerra contra las Drogas iniciada por Richard Nixon hace un poco más de 40 años: que se queda siempre con los dolorosos y, para colmo del masoquismo, desprecia los gozosos. En otras palabras, que se lo vienen metiendo sin vaselina (con el perdón del señor Procurador).

Y es por eso que ahora el título de esta columna aparece con signos de admiración. Porque quedarse con los gozosos o al menos con parte de estos significaría que Santos reconozca que la guerra en mención fue un rotundo fracaso, como en su momento lo fue la prohibición del alcohol o Ley Seca en EEUU, en reiterada constatación de que el fruto prohibido es el más gustado. Y que en consonancia con la tendencia mundial se dé la pela de proponerle al Congreso una legislación que siga el ejemplo de Pepe Mujica, cuya mayor virtud como mandatario es que le viene aplicando sentido común  al ejercicio de la política.

Precisamente el sentido común nos indica que hoy en Estados Unidos el valor anual de la cosecha de marihuana totaliza unos 36.000 millones de dólares, es decir 84 billones de pesos colombianos, más de ocho veces el valor de la producción agraria de Colombia, lo cual la ha convertido en el cultivo de mayor valor en el país del norte, ¡por encima del maíz!

Según artículo de Semana.com, “es cuestión de tiempo para que en la mayoría de los 50 Estados se pueda comprar con un certificado médico, y es una realidad que el 81 por ciento de los estadounidenses apoya el cannabis medicinal y el 52 por ciento la legalización total”. Esto demuestra que allá se viene afianzando una cultura permisiva, a la par con una producción cada vez más intensiva, que va a hacer que cuando por fin sea legalizada en todo el planeta, sólo ellos estén en condiciones de proveer la demanda mundial.

La cordial invitación a Colombia es entonces para que se suba los pantalones, se apriete el cinturón y no se quede por fuera de un negocio del que ya un personaje como Vicente Fox, expresidente de México, dijo que cuando sea legal “seré productor de marihuana para que la droga esté en manos de nosotros, que ayude a la economía del país y no solamente al Chapo Guzmán”.

En momentos en que el grano del café viene perdiendo puntos por la sobreoferta mundial, la hoja de la marihuana podría representar una excelente alternativa para sustituir e intensificar su cultivo, respecto del cual no sobra advertir que Colombia tiene una especie de ‘primogenitura’ que debería hacer respetar, pero no invocando razones sino aprovechando el know how y la buena fama que acompaña la calidad de nuestra hierba, para insertarse en el mercado mundial con un producto en el que, sin duda, podríamos ser altamente competitivos.


Al margen de las cuestiones económicas estarían los impedimentos morales, donde el primero dice que la marihuana es peligrosa porque su consumo conduce a otras drogas más adictivas, y que legalizarla significaría entonces provocar un tsunami de vicio y perdición mundiales. Es un argumento en apariencia difícil de rebatir, pero baladí en el fondo, porque lo que en realidad hace peligrosa a una sustancia no son sus efectos sino su prohibición, como nos lo viene diciendo Antonio Caballero, casi hasta el cansancio.. 

Lo que hoy le urge al mundo no es satanizar una hierba que si se la compara con el alcohol o con la nicotina es relativamente inocua, sino acabar esta guerra absurda y delirante, centrada en la prohibición al consumo de determinadas sustancias, contrario a lo que percibe el sentido común: que es un imposible ético-jurídico y un atentado contra la autonomía individual prohibirle a un ciudadano en uso de sus facultades racionales que se intoxique, o se emborrache, o estrelle su cabeza contra las paredes o, llegado a un extremo, se suicide.

Es cierto que no se debe dejar un veneno al alcance de un niño, pero cuando ese niño se convierta en joven o adulto el frasco seguirá en la parte más alta de la alacena, y para entonces ya podrá alcanzarlo pero sabrá por qué no debe ingerir esa sustancia, de modo que si lo hace será porque tiene algún instinto autodestructivo o porque no recibió la educación (tradúzcase valores) y la información adecuada. Para decirlo en cristiano, una cosa es que un sujeto experimente –como lo viene haciendo la humanidad desde el principio de los tiempos- y otra que se exceda en la experimentación hasta el punto de hacerse daño; esto último tampoco es aconsejable con la ingestión exagerada de guayabas, que puede producir diarrea, o con la de cocaína, que puede producir la muerte. Ahora bien, en este contexto hay un dato revelador, y que por cierto lo encontré en el libro ‘Drogas, prohibición o legalización’, de Ernesto Samper Pizano: “Nadie se ha muerto de una sobredosis de marihuana”.

¿Podría esto acaso significar que el doctor Samper…? Bueno, averiguarlo no es precisamente el motivo de esta columna. El único propósito era avisarle al presidente Juan Manuel Santos que no lo vaya a dejar la locomotora de la legalización, por andar por ahí distraído en la estación de “¿cómo hago para quedar bien con todo el mundo?”

@Jorgomezpinilla