viernes, 23 de julio de 2010

Urge el voto obligatorio



Parecen sanas las intenciones que abriga el proyecto de Unidad Nacional de Juan Manuel Santos, y los nombramientos que hasta ahora ha hecho apuntan en esa dirección. En particular el del ministerio de Agricultura para Juan Camilo Restrepo, acérrimo opositor del programa Agro Ingreso Seguro que tanto defiende Álvaro Uribe. Ahora bien, a riesgo de que se nos tome de aguafiestas, no se puede desconocer que tan ambiciosa empresa política no las tiene todas consigue en cuanto a representatividad, como matemáticamente se deja probar:

http://www.semana.com/noticias-opinion-on-line/urge-voto-obligatorio/142173.aspx

De acuerdo con el último Censo Electoral, 29’530.415 es el número de colombianos aptos para votar, y 9’004.221 fueron las personas que depositaron su voto por el candidato que, hoy elegido, pretende armonizar con todos los sectores. Esos nueve millones y piquito de votos corresponden a la más alta votación que hasta ahora ha habido por candidato alguno en Colombia, es cierto. Pero si miramos el otro lado de la moneda, encontramos que esa cifra corresponde a sólo el 30,5 por ciento de votantes potenciales. Esto significa que 20’526.194 ciudadanos –y ciudadanas, para no pecar de machistas- habilitados (y habilitadas, uf…) para ejercer su derecho al sufragio no votaron por Juan Manuel Santos, o se abstuvieron de hacerlo por cualquier candidato. El 69,5 por ciento del censo electoral, para ser exactos.

Este porcentaje cobija al 51 por ciento de personas que religiosamente en cada elección practican el abstencionismo: esa masa de ciudadanos indolentes para quienes no votar constituye una auténtica virtud, porque sencillamente no les interesa la política. Lo cual en realidad es una auténtica idiotez, como ya dijimos en columna anterior, donde juzgábamos a los abstencionistas como los verdaderos idiotas útiles de la corrupción reinante.

El meollo de la discusión radica entonces en que los abstencionistas constituyen la primera fuerza política del país, en una proporción de la mitad más uno contra los que sí votamos. Ellos siembran la semilla de la ilegitimidad en cada voto que no se deja contar a favor –o en contra- de alguien o de algo, porque incluso les da pereza decidirse por el voto en blanco, que tanto recomendó Saramago en su Ensayo sobre la lucidez. Pero no les importa, quizá porque son mayoría.

Es aquí donde la solución podría consistir en imponer el voto obligatorio, algo que visto en esos términos suena antidemocrático, pero que se suaviza al ver que se trata simple y llanamente de derrotar la abstención por decreto. Una democracia es más actuante cuando se sustenta en la libertad del individuo para votar o abstenerse de hacerlo, es cierto, pero la nuestra es una democracia imperfecta (imperfectísima, para perfeccionar la idea), en la que la abstención es patente de corso para los que alegan no sentirse representados por políticos elegidos con menos de la mitad de los votos potenciales.

El voto obligatorio terminaría por taparles la boca a los violentos, porque sólo así se sabría a ciencia cierta qué es lo que la mayoría quiere, y “cuando el pueblo habla, hasta Dios calla”. Si los ciudadanos tienen el deber de pagar impuestos, también deberían tenerlo para votar y expresar su real voluntad y su real elección. Un voto obligatorio no a perpetuidad, sino hasta que se consoliden formas de participación política más representativas y atractivas para el grueso de la población.

Hay quienes dicen que el voto obligatorio nunca será aprobado, porque la aprobación tendría que provenir precisamente de los políticos a quienes no les conviene, en la medida en que sus votos están ‘amarrados’ a prácticas clientelistas que desaparecerían si se expresaran las verdaderas mayorías, no las que resultan de una tercera parte de los votantes. El único gobernante que en los últimos 20 años se atrevió a proponerlo fue Horacio Serpa Uribe, siendo el ministro de Gobierno de Ernesto Samper, cuando dijo que “el Ejecutivo es partidario de analizar más a fondo la posibilidad de instaurar en Colombia el voto obligatorio”, y agregó que “no operaría como una estrategia coercitiva para que los ciudadanos participen más de los debates electorales, sino como una forma pedagógica y temporal de adentrarnos en la cultura de la participación”.

En su momento, políticos como él –aunque con menos votos que Serpa- rechazaron la idea con planteamientos como que “la propuesta es irrelevante” (Luis Guillermo Giraldo), “resulta improcedente establecer obligaciones de imposible cumplimiento” (Enrique Gómez Hurtado), o “la abstención es una forma de protesta que no es necesario eliminar” (Carlos Corssi Otálora).

De cualquier modo, si yo fuera Juan Manuel Santos no esperaría a que los Verdes se me adelantaran a proponer el voto obligatorio, en parte por aquello de que “el que pega primero pega dos veces”, pero sobre todo porque la única manera de llevar a buen puerto el proyecto de Unidad Nacional es contando con las mayorías reales, no con las ficticias.

Si en su condición de cerebral jugador de póker Santos decidiera correr el riesgo de apostar sus restos en una elección con voto obligatorio (por ejemplo para la que viene de alcaldes y gobernadores), y al final de la jornada resultara que más de la mitad más uno de los colombianos aprobó su gestión al respaldar sus candidatos, tendría el camino abierto para hacerse reelegir sin que tener que recurrir a prácticas que –si la fe no nos abandona- podrían estar condenadas a desaparecer, como la de coger la Constitución a las patadas para hacer colar determinado articulito.

Por todo lo anterior, urge el voto obligatorio.

jorgegomezpinilla@yahoo.es

lunes, 5 de julio de 2010

Uribe y los bogotanos

Es tan cierto que Álvaro Uribe se lanzará a la Alcaldía de Bogotá apenas deje la Presidencia, como también lo es que no la tiene del todo asegurada. Hay personas que creen lo contrario, entre ellas el oscuro (porque viste de negro, ojo) J.J. Rendón, quien dijo que “si él quiere, nadie le gana”. Pero Uribe podría estar cometiendo un grave error político, como cuando en el referendo de 2003 se le advirtió, se le recomendó, pero no hizo caso. Ahora bien, no se descarta que Rendón le esté 'recetando' precisamente lo que no le conviene, en su condición de asesor de Juan Manuel Santos…

http://www.semana.com/noticias-opinion-on-line/uribe-bogotanos/141339.aspx

De cualquier modo, no debe extrañar que un antioqueño de pura cepa pretenda hacerse al mando de la capital de Colombia, pues está en su derecho democrático. Si no lo estuviera, ya se les habría cerrado el paso a los de origen lituano, por ejemplo. Lo que sí causa extrañeza –y subida de tono- es que pretenda ganarse el favor de aquellos a quienes ha fustigado con dureza verbal en repetidas ocasiones, al extremo de haber motivado en la muy uribista María Isabel Rueda una columna titulada “¿Por qué Uribe odia a los bogotanos?”, donde se expresaba en estos términos: “Que Uribe gobierne con los paisas, está bien. Pero que no insulte a los bogotanos cada vez que puede”. Por cierto, ella ya anunció que a Uribe en versión alcalde no le jala, quizá para sacarse la espinita.

De todas las cosas que el aún Presidente ha dicho de los bogotanos (¿y bogotanas?), hay tres que demandan atención: la primera, cuando habló –al menos en dos ocasiones- de “sepulcros blanqueados”; la segunda, donde afirmó que la dosis personal la defendía “la socialbacanería bogotana que se mete a consumir coca a los baños"; y la tercera, en la que se refirió a ese "circulito de amigos sociales de Bogotá que dirigen unos medios de comunicación y se la pasan cuestionando al hombre de la periferia".

La primera de las acusaciones no es nueva, pues coincide con la visión que gentes de otras partes tienen sobre los bogotanos, a quienes unos juzgan como solapados o taimados, y otros con santandereana franqueza como hipócritas, al punto de definir a Bogotá como la capital mundial de la hipocresía. (En Vivir para contarla, García Márquez dice que “los distinguíamos por sus ínfulas de emisarios de la Divina Providencia”). Así que en esto, alguna razón podría caberle a Uribe.

En torno a la segunda imputación, es sabido que el hombre tiene una pelea casada con la socialbacanería nacional, sólo que la bogotana no le huele a simpatía con la guerrilla, sino a droga. Pero es el tercer señalamiento el que reviste especial interés, porque habla de “ese circulito de amigos sociales de Bogotá que dirigen unos medios de comunicación”, a sabiendas de que él trajo o atrajo a su círculo de poder a dos bogotanísimos primos copropietarios de medios, el vicepresidente Francisco Santos primero y luego a quien nombró su ministro de Defensa, Juan Manuel.

¿Acaso su vindicta pro periférica y anti altiplánica se refería a otros, no a este par? Pues si la cosa es así y el círculo en realidad es “circulito”, sería muy fácil identificar a quiénes aludía con sólo exceptuar a los citados. Pero eso no ocurre, misteriosamente.

Por lo mismo y tanto, si hiciéramos un ejercicio mental –no exento de picardía- y asumiéramos que en efecto Uribe se refería a esos dos Santos (y de pronto a un tercero), cobraría sentido la infidencia que por allá en 2007 soltó el Presidente, cuando dijo que su hoy vicepresidente había llegado a la campaña no a pedirle empleo, sino ese puesto. Y hasta donde sabemos, ni el primero se retractó ni el segundo lo ha desmentido. Sea como fuere, la conveniencia siempre ha sido mutua, pues a Uribe también le sirvió abrirse espacio en los conventículos de esa oligarquía bogotana que tanta desconfianza le produce.

Vistas las cosas desde este ángulo, se debería concluir que Uribe no trajo ni atrajo a ‘Pachito’ a su redil, sino que éste se le habría metido al rancho. Y si perseveramos en el mismo esquema hipotético-analítico, Juan Manuel Santos sería la comprobación de que al que no quiere caldo se le dan dos tazas, pues es sabido que después del hundimiento de la segunda reelección Uribe confiaba –ahí sí- en dejar en las ‘buenas’ manos de su coterráneo y discípulo predilecto Andrés Felipe Arias la sucesión de su mandato, hasta que el escándalo de Agro Ingreso Seguro se le convirtió en la cuota inicial de su propia hecatombe, que le abrió las compuertas del poder a un bogotano de espíritu colaborador y maneras (iba a decir marrullas) exquisitas, pero quien podría terminar, según dicen reputadas malas lenguas, por traicionarlo.

Lo anterior explicaría entonces por qué Uribe tendría tanto interés en ser el próximo alcalde de Bogotá: en parte porque no puede abandonar su pregonada “vocación de servicio”, pero en parte significativamente mayor por razones de supervivencia.

Para rematar, el motivo por el cual no tiene del todo asegurada la alcaldía, es el mismo que hoy le sirve de lección política: porque como se escucha en algunas regiones de Colombia, sobre todo en la costa Caribe, “en los bogotanos no se puede confiar”.

Y si no nos creen pregúntenle a Juan Lozano, quien ocho días antes de la elección para Alcalde ganaba en todas las encuestas.