Yo venía
escuchando la historia desde niño, por pedazos deshilvanados, pero siempre
ejerció sobre mí una poderosa fascinación y quería contarla. Hasta que un día
tuve tiempo para averiguar y, con base en los testimonios recogidos, elaboré la
crónica que hoy comparto con los lectores de esta columna.
Le ocurrió a
una pariente lejana por allá en mayo o junio de 1944, en un paraje cercano a
San Vicente de Chucurí (Santander). Hubo un paseo de olla al río del mismo
nombre, Chucurí, y entre el grupo de paseantes asistió la que habría sido una
tía abuela mía, para la fecha cercana a la treintena, Zoraida Pinilla, a quien como dato llamativo, le gustaba vestirse de
blanco siempre que iba a misa. Era una mujer bonita, de pelo rizado y pecas graciosas regadas por cara
y cuerpo, formada en un estricto ambiente religioso que espantaba a cualquier
pretendiente, motivo por el cual permanecía soltera. Los padres de Zoraida vivían
en una finca cercana a Zapatoca, pero estaban en calidad de tutoras de su
sobrina las tres tías ricas de San Vicente: Limbania, Ana Rosa y Ana Dolores
Pinilla.
Las tías
Pinilla nunca se casaron porque prefirieron dedicar sus vidas a atender el
negocio más próspero del pueblo, que crecía en la misma proporción en que
afianzaban su devoción católica de misa y rosario diarios. Sus únicas diversiones
conocidas eran el parqués sobre tablero de vidrio y los paseos al río, y se
hicieron célebres en el pueblo porque les gustaba economizar en todo, al punto
de encontrar en los baños de su casa solariega retazos de papel periódico
finamente cortados con tijera, en remplazo del papel higiénico que vendían en
su bien surtido almacén.
Al comienzo de
la tarde de ese paseo sabatino, Zoraida y la tía Limbania salieron a caminar
para bajar el almuerzo, por un camino que bordeaba el río. Era época lluviosa.
En cierto momento Zoraida pisó una saliente de barro, resbaló y sus piernas cayeron
a la brava corriente, pero alcanzó a sujetarse al pie izquierdo de la tía
Limbania, quien a su vez se agarró de unas ramas. Zoraida luchaba para no
soltar el pie de la tía y esta trataba instintivamente de zafar las manos que
la arrastraban al río, hasta que la sobrina no resistió más el empuje de las
aguas y se soltó. Su cuerpo fue hallado hora y media después por tres
pescadores que subidos a una canoa la buscaron río abajo, y fue depositado
bocarriba en la orilla sin nada que la cubriera, excepto su vestido de baño raído
por el raudal y por los golpes sobre el lecho pedregoso.
Cuando la
sacaron y la tendieron sobre las piedras lisas que le daban remanso al río, creyéndola ahogada, nadie vio que el vientre o el busto de Zoraida se movieran al ritmo
de la más leve respiración, aunque sí fueron estremecidos por el impacto que en
la orilla producía el cuerpo semidesnudo de una mujer de piel muy blanca y
hermosa, quizá anhelante su boca de la boca de alguien que le practicara
respiración artificial y la regresara del túnel inanimado en que se hallaba.
No era una
catalepsia porque esta corresponde a un trastorno repentino en el sistema
nervioso, sino una suspensión de las funciones vitales por asfixia. Un médico
al que consulté me dijo que en ese estado es posible que la víctima pueda sentir
u oír lo que ocurre a su alrededor, pero no logra emitir desde el cerebro a los
músculos la señal que le permita comunicar que sigue viva.
Cuando le
pregunté a mi madre por qué no hubo nadie que le diera respiración boca a boca,
me respondió que “eso no se usaba”. Pero existe otra versión, según la cual uno de los pescadores sí hizo un
intento de reanimarla con respiración artificial y la tía Limbania no lo permitió. Envuelta en
su halo de rigurosa autoridad, bastó un simple movimiento de su mano y un
rictus en sus labios para que se entendiera como “deténgase”.
Zoraida no
tenía afecciones de salud y sabía nadar, pero se enfrentó a una corriente que
su cuerpo grande no pudo resistir. Es de suponer que el agua tragada le generó
una obstrucción en la tráquea que paralizó sus pulmones y dejó el corazón
trabajando a un ritmo imperceptible al oído (si fue que alguien acercó una
oreja a su pecho), pero suficiente para mantener activo el cerebro con una
mínima cuota de irrigación sanguínea, imperceptible al pulso.
Su cuerpo
exánime fue llevado a la casa cural de San Vicente y lo introdujeron en un
ataúd comprado a la única funeraria del pueblo. Luego, la condujeron hasta la
sala de la casa de las tías Pinilla. Cuentan que hasta allá se desplazó un médico
recién graduado que estaba de turno en el puesto de salud, remplazando al
médico jefe, un doctor con veinte años de experiencia pero quien debió
abandonar su sitio de trabajo por una urgencia familiar que se le presentó.
Cuando éste llegó al puesto de salud, le informaron de la tragedia. Salió
entonces a apersonarse del caso, pero en el camino se cruzó con el inexperto
galeno, quien venía de regreso y le informó que ya había expedido el
certificado de defunción de la mujer ahogada. Así las cosas, el primero
desistió de su intención y se devolvieron juntos al puesto de salud.
No es mucho lo
que se sabe sobre la velación diferente a las letanías, rosarios y oraciones
que acompañaron a Zoraida durante la noche. Pero hay una anécdota narrada por
una testigo que, si hubiera sido tomada como señal, la habría salvado del
tormento que padeció. En la mañana del día siguiente, una vecina que se acercó
a verla manifestó que “está coloradita”. Sin resistir la curiosidad levantó la
tapa del ataúd y le tocó el rostro, y esto agregó: “se le siente calientica”. Pero
el cura párroco le contestó que era porque “está haciendo mucho calor”.
Zoraida fue
enterrada apresuradamente en una cripta del mausoleo que dentro del cementerio pertenecía
a la familia Pinilla, y la prisa habría obedecido a que la tía Limbania no
resistía ver el ataúd en la sala de su casa.
Siete años
después fueron a exhumar los restos la tía Ana Dolores, el sepulturero y el
obispo de San Vicente, el mismo que ofició la misa del funeral. Al levantar la
tapa descubrieron que el vidrio estaba roto, pero la mejor prueba de que la
habían enterrado viva estuvo en que el cuerpo se hallaba bocabajo. Luego, bastó
una mínima inspección para constatar que el velo que rodeaba el interior del
ataúd y las ropas de la difunta estaban rasgadas, y presentaba abundantes
fragmentos de astillas de madera en el cráneo y en el tórax descompuesto, así
como en los huesos de las manos y en lo que quedaba de uñas, en clara huella de
los desgarradores momentos que debió vivir, prisionera de un cofre blindado y
apenas ajustado a su cuerpo, en medio de la oscuridad más espantosa.
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