miércoles, 11 de marzo de 2015

El trabajo intelectual es la puta del paseo




Hace algún tiempo una amiga de origen guajiro que vive en Europa me contactó por Facebook para pedirme un favor: que si yo que escribía “tan bonito” le podía mirar y corregir un artículo que había escrito para una revista española. Era el comienzo de un sábado, día sagrado para el suscrito, pero por tratarse de una amiga decidí dedicarle unos minutos a complacerla en la revisión de lo que supuse serían dos o máximo tres páginas.

Pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que el tal artículo no tenía dos ni tres ni cuatro sino… ¡nueve páginas! Mejor dicho, no era un artículo sino un ensayo sobre las artesanías Wayuu. Ya no podía echarme atrás porque me había comprometido, y mi error fue no haber preguntado antes por la extensión del “artículo”, así que acometí la ardua tarea pero me prometí a mí mismo que algún día habría de escribir (con voz lastimera, en la medida de lo posible) una columna que se titulara “El trabajo intelectual es la puta del paseo”.

Digamos que eso fue ‘la tapa’, como dicen las señoras bogotanas, pero me sirvió de acicate para hablar hoy sobre el karma del que adquiere fama de buen redactor, al que todo el mundo le cae para pedirle que si por favor pudiera revisarle esto o aquello, y el modo en que lo plantean conlleva cierto chantaje: comienzan por decir “usted que escribe de forma tan admirable”, y asumen entonces que uno debió quedar agradecido con lo que dijeron, y es cuando mandan el sablazo: “esto que escribí, me gustaría conocer su opinión y cómo lo podría mejorar”, etc. (Y hay que ver la cara lastimera que ponen, que es en últimas la misma que yo estoy poniendo ahora).

Recuerdo que cuando iba en el comienzo del cuarto párrafo de esta columna caí en cuenta de que la metáfora del título no era la acertada, pues las putas cobran por lo que hacen, mientras que a uno (¿o debo decir una?) le quieren pagar con cariñitos falsos, como si el hecho de que le digan que escribe bien sirviera para pagar el arriendo. Es la triste condición del que regala su trabajo, peor que la de meretriz, porque al menos las fufurufas salen reconfortadas en lo monetario.

Ahora, pregunto: ¿Acaso el amigo del odontólogo le dice “tú que eres tan buen profesional de la salud, hace días vengo con una muela destemplada, será que tú…”? ¿O el vecino del albañil le alaba el buen uso de la plomada para pedirle a continuación que si le levanta gratis una pared? ¿O el que dibuja bonito está obligado a hacerles retratos a los hijos de sus amigos a cambio de que le elogien su fino trazo o el exquisito manejo de la perspectiva?

El problema se ha agudizado desde que existe Facebook, porque ahora los aspirantes a Pulitzer de periodismo o a Nobel de literatura ya ni siquiera esperan a que les diga si tengo tiempo de “mirar” (y mirar es corregir, por supuesto,) sino que asumen que uno es algo así como el Mahatma Gandhi de la redacción y de una vez le van enchufando sus escritos, y si uno les dice que no queda como cualquier presuntuoso y camorrero Nicolás Gaviria.

La culpa del lastimero tono que estoy exhibiendo no obedece solo a lo anterior, sino a que esa perversa propensión a creer que el trabajo intelectual es gratuito se ha extendido también a mi profesión, y eso es algo que… ¡ay, no resisto más!

Aquí donde usted me ve, hace diez años vengo escribiendo columnas gratis primero para El Tiempo, luego para Semana y ahora para El Espectador. Lo más cruel es que solo en este último caso se justifica, pues es sabido que El Espectador –que renació de sus cenizas- hace honor a su lema según el cual “la opinión es noticia”, y esto se traduce en que bate récord mundial como el que más columnistas tiene por kilómetro cuadrado en todo el planeta, de modo que si les pagaran a todos, el periódico se quebraría al día siguiente. Lo cierto es que les pagan a los columnistas del diario impreso, y que estos no tienen motivos para quejarse.


El intríngulis sin embargo reside en que poderosos medios que sí tienen con qué pagar a todos sus columnistas así fuera una suma simbólica, asumen que les pagan con el prestigio de aparecer en sus páginas, en lo que me recuerda al dueño del restaurante que quiere que el músico toque gratis en su establecimiento para que los clientes conozcan sus composiciones y así se haga “más famoso”, que es como si el músico lo invitara a su casa a cocinarle gratis a ver si así sus comensales se animan a visitarle el restaurante.

Siempre me he preguntado por qué a los caricaturistas (que hacen lo mismo que yo, opinar) sí les pagan su trabajo, siendo que se divierten más y se demoran menos, y no por ello los estoy tildando de precoces. A una buena cantidad de columnistas, por el contrario, una buena cantidad de medios se da el lujo de no renumerarles su talento, su esfuerzo intelectual y su gasto de tiempo, y si estoy equivocado que levante la mano y tire la primera piedra el primer caricaturista que hoy esté regalando su trabajo.

Pero no se trata de llorar sobre la leche regalada sino de sentar una enfática (aunque lastimera) voz de protesta por esta situación a todas luces anómala, frente a la cual se requiere generar conciencia y congregar voluntades que aporten a la búsqueda de una solución urgente a tamaña injusticia, de modo que en el campo del periodismo y la producción intelectual dejen de tratarnos como las putas del paseo.

¡Columnistas de todos los países, uníos!

DE REMATE: Lo que está ocurriendo con la Corte Constitucional excede los límites de la vergüenza. Un ganadero que llega allá a hacer negocios y a pedir coimas, y cuando lo atrapan se atornilla en su puesto. Con razón el magistrado Luis Ernesto Vargas dijo que “la Corte está de luto”. Requiescat in pace.

1 comentario:

Carlos dijo...

Jorge, un correo al que le pueda escribir por favor.