“Un manotazo duro, un golpe helado,
un empujón brutal me ha
derribado”.
El tema de esta columna podría parecer de índole personal, pero no lo
es del todo. Intenta describir el sentimiento de impotencia y abandono que se
vive cuando eres víctima de un robo en el que no te sacan puñal, no se meten a
tu casa, no invaden tu vehículo, incluso parecería que pones de tu parte para
que el robo se consume.
Ocurrió el pasado viernes 20 de marzo en un cajero automático, no
importa la ciudad ni el lugar. Eran cerca de las 6:30, comenzaba a caer la
noche, yo tenía prisa porque parecía que iba a llover, y me faltaba ir a una
papelería cercana a imprimir las 135 páginas de un libro que acababa de
terminar. Eso me tenía contento. Había un tipo dentro del cajero, separado por
una puerta de acrílico transparente, y pegada sobre el andén una moto con su
conductor, quien parecía esperar al que hacía la transacción y me miraba
fijamente.
Hubo un momento en que tuve el impulso de seguir hasta la papelería y
luego regresar, pero me preocupaba que a mi regreso hubiera más gente en el
cajero. No haber obedecido a ese impulso es algo que no dejo de reprocharme.
Estando ahí comencé a notar que el ocupante se demoraba más de lo debido, y en
esas llegó una señora conocida que trabaja en la misma cuadra donde está el
cajero. No habíamos pasado del ‘¿cómo le va?’ cuando el tipo salió con un fajo
de billetes y yo, como todo un caballero, dejé pasar primero a la dama. El que
acababa de salir no se fue sino que se quedó a mi lado, me dijo que el cajero
estaba poniendo problemas y que le faltaba hacer “una última cosita”. En ese
momento debí haber sospechado, pero mi mente estaba en otra cosa, en la emoción
del libro recién terminado.
Ahora tengo claro que el fajo de billetes en su mano tenía la misión
de infundir confianza. La señora salió y mientras nos despedíamos el tipo
volvió a entrar al cajero, comenzó a quejarse de nuevo y me dijo “entre a ver
si a usted sí le funciona”. Tenía una sonrisa de persona amable. Yo ingresé,
metí mi tarjeta en la ranura y algo debió haberle hecho al cajero, porque justo
después de que tecleé mi contraseña apareció el letrero “transacción
declinada”. En ese momento el hombre se metió sin darme tiempo a reaccionar,
retiró mi tarjeta mientras decía “déjeme ver pruebo con la mía”, y supongo que
fue ahí cuando en un acto de prestidigitación se quedó con ella y me entregó
una falsa, aunque de idéntico color y del mismo banco.
Por supuesto que a él tampoco le funcionó la que metió, pues se
trataba de una pantomima. El hombre se fue, no sé si en compañía del de la
moto, no miré para atrás. Hice otros dos intentos infructuosos y, pensando que
el problema era del cajero, guardé en mi billetera la tarjeta (recuerdo que me
pareció desgastada pero ni por esas entré en sospecha), y me fui a la papelería
a lo del libro. Estando en esas mi celular sonó dos veces, en señal de mensajes
o notificaciones, pero no le paré bolas, estaba ocupado en otro asunto. Cuando
miré ya era tarde, e indicaba en dos ocasiones consecutivas que “su retiro en
cajero automático fue aprobado el 20/03/15 por valor de $400.000…”, etc.
Si hubiera mirado cuando entró el primer mensaje tal vez habría podido
frenar el desfalco, pues el cajero estaba a unos cien metros del lugar. Sea
como fuere, salí corriendo para allá y cuando llegué ya no había nadie, y había
comenzado a llover, y el mundo se me vino encima cuando al consultar el estado
de mi cuenta por Internet descubrí que en menos de cinco minutos el maldito
estafador había hecho cuatro retiros de $400.000, para un total de $1’600.000.
Justo el día anterior había escrito esto en mi muro de Facebook: “Somos
esclavos del azar. Uno puede estar muy preparado y tener todo bajo control,
pero un ramalazo del azar puede transformar todo en un santiamén”. Pues bien, esa
cita con el azar (no con el destino, otro invento de origen religioso) me
advirtió que si yo hubiera llegado cinco minutos antes o cinco minutos después no
habría perdido ese dinero. Y el embaucado habría sido otro, u otra, o ninguno, en
cuyo caso tendría razón una amiga mía cuando dijo que el tipo me vio cara de...
y no digo la palabra porque estoy ante un respetable público.
Ahora se viene un dispendioso proceso de reclamación ante la entidad
bancaria, en busca de dilucidar una posible falla en la seguridad que hubiera
permitido manipular el teclado o algún
otro componente para que ese sujeto se hubiera apoderado de mi
contraseña.
Hoy escribo esto y no el tema que originalmente iba a tratar
(respuesta a una elegante queja de Alejandra Azcárate por mi última columna) y lo
asumo como una catarsis para exorcizar el malestar que me invadió hasta lo más
profundo del epidídimo, no tanto por el duro golpe que le representó a mis
finanzas como a ese orgullo herido que carcome desde la nuez del remordimiento
y te aplasta el ánimo cuando comprendes en dolorosa revelación que caíste en la
trampa como un imbécil.
Si alguna moraleja o lección se puede sacar de todo esto, es que uno
no debe permitir la más mínima distracción frente a un cajero, y ante el primer
extraño o persona conocida que aparezca la reacción siempre debe ser la misma:
ni me mires, ni te acerques.
Y que sirva de lección para todos, esperanzado en que de ese modo me
perdonen por haber usado este espacio en desahogar mis cuitas por la ocurrencia
de tan ‘azaroso’ trance.
DE REMATE: La mejor prueba del estado de postración en que ha caído la
justicia colombiana es que Jorge Pretelt no se defendió alegando, sino tratando
de demostrar que los demás magistrados son tan cochinos como él. Como dijo
María Jimena Duzán en su última
columna, "el espectáculo no pudo ser más repugnante, indigno hasta
para las ratas de alcantarilla".
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