martes, 24 de marzo de 2015

Ni me mires, ni te acerques




“Un manotazo duro, un golpe helado, 
un empujón brutal me ha derribado”.

El tema de esta columna podría parecer de índole personal, pero no lo es del todo. Intenta describir el sentimiento de impotencia y abandono que se vive cuando eres víctima de un robo en el que no te sacan puñal, no se meten a tu casa, no invaden tu vehículo, incluso parecería que pones de tu parte para que el robo se consume.

Ocurrió el pasado viernes 20 de marzo en un cajero automático, no importa la ciudad ni el lugar. Eran cerca de las 6:30, comenzaba a caer la noche, yo tenía prisa porque parecía que iba a llover, y me faltaba ir a una papelería cercana a imprimir las 135 páginas de un libro que acababa de terminar. Eso me tenía contento. Había un tipo dentro del cajero, separado por una puerta de acrílico transparente, y pegada sobre el andén una moto con su conductor, quien parecía esperar al que hacía la transacción y me miraba fijamente.

Hubo un momento en que tuve el impulso de seguir hasta la papelería y luego regresar, pero me preocupaba que a mi regreso hubiera más gente en el cajero. No haber obedecido a ese impulso es algo que no dejo de reprocharme. Estando ahí comencé a notar que el ocupante se demoraba más de lo debido, y en esas llegó una señora conocida que trabaja en la misma cuadra donde está el cajero. No habíamos pasado del ‘¿cómo le va?’ cuando el tipo salió con un fajo de billetes y yo, como todo un caballero, dejé pasar primero a la dama. El que acababa de salir no se fue sino que se quedó a mi lado, me dijo que el cajero estaba poniendo problemas y que le faltaba hacer “una última cosita”. En ese momento debí haber sospechado, pero mi mente estaba en otra cosa, en la emoción del libro recién terminado.

Ahora tengo claro que el fajo de billetes en su mano tenía la misión de infundir confianza. La señora salió y mientras nos despedíamos el tipo volvió a entrar al cajero, comenzó a quejarse de nuevo y me dijo “entre a ver si a usted sí le funciona”. Tenía una sonrisa de persona amable. Yo ingresé, metí mi tarjeta en la ranura y algo debió haberle hecho al cajero, porque justo después de que tecleé mi contraseña apareció el letrero “transacción declinada”. En ese momento el hombre se metió sin darme tiempo a reaccionar, retiró mi tarjeta mientras decía “déjeme ver pruebo con la mía”, y supongo que fue ahí cuando en un acto de prestidigitación se quedó con ella y me entregó una falsa, aunque de idéntico color y del mismo banco.

Por supuesto que a él tampoco le funcionó la que metió, pues se trataba de una pantomima. El hombre se fue, no sé si en compañía del de la moto, no miré para atrás. Hice otros dos intentos infructuosos y, pensando que el problema era del cajero, guardé en mi billetera la tarjeta (recuerdo que me pareció desgastada pero ni por esas entré en sospecha), y me fui a la papelería a lo del libro. Estando en esas mi celular sonó dos veces, en señal de mensajes o notificaciones, pero no le paré bolas, estaba ocupado en otro asunto. Cuando miré ya era tarde, e indicaba en dos ocasiones consecutivas que “su retiro en cajero automático fue aprobado el 20/03/15 por valor de $400.000…”, etc.
 
Si hubiera mirado cuando entró el primer mensaje tal vez habría podido frenar el desfalco, pues el cajero estaba a unos cien metros del lugar. Sea como fuere, salí corriendo para allá y cuando llegué ya no había nadie, y había comenzado a llover, y el mundo se me vino encima cuando al consultar el estado de mi cuenta por Internet descubrí que en menos de cinco minutos el maldito estafador había hecho cuatro retiros de $400.000, para un total de $1’600.000.

Justo el día anterior había escrito esto en mi muro de Facebook: “Somos esclavos del azar. Uno puede estar muy preparado y tener todo bajo control, pero un ramalazo del azar puede transformar todo en un santiamén”. Pues bien, esa cita con el azar (no con el destino, otro invento de origen religioso) me advirtió que si yo hubiera llegado cinco minutos antes o cinco minutos después no habría perdido ese dinero. Y el embaucado habría sido otro, u otra, o ninguno, en cuyo caso tendría razón una amiga mía cuando dijo que el tipo me vio cara de... y no digo la palabra porque estoy ante un respetable público.

Ahora se viene un dispendioso proceso de reclamación ante la entidad bancaria, en busca de dilucidar una posible falla en la seguridad que hubiera permitido manipular el teclado o algún  otro componente para que ese sujeto se hubiera apoderado de mi contraseña.

Hoy escribo esto y no el tema que originalmente iba a tratar (respuesta a una elegante queja de Alejandra Azcárate por mi última columna) y lo asumo como una catarsis para exorcizar el malestar que me invadió hasta lo más profundo del epidídimo, no tanto por el duro golpe que le representó a mis finanzas como a ese orgullo herido que carcome desde la nuez del remordimiento y te aplasta el ánimo cuando comprendes en dolorosa revelación que caíste en la trampa como un imbécil.

Si alguna moraleja o lección se puede sacar de todo esto, es que uno no debe permitir la más mínima distracción frente a un cajero, y ante el primer extraño o persona conocida que aparezca la reacción siempre debe ser la misma: ni me mires, ni te acerques.

Y que sirva de lección para todos, esperanzado en que de ese modo me perdonen por haber usado este espacio en desahogar mis cuitas por la ocurrencia de tan ‘azaroso’ trance.

DE REMATE: La mejor prueba del estado de postración en que ha caído la justicia colombiana es que Jorge Pretelt no se defendió alegando, sino tratando de demostrar que los demás magistrados son tan cochinos como él. Como dijo María Jimena Duzán en su última columna, "el espectáculo no pudo ser más repugnante, indigno hasta para las ratas de alcantarilla".


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