Hace algún tiempo una amiga de origen guajiro que vive en Europa me
contactó por Facebook para pedirme un favor: que si yo que escribía “tan bonito”
le podía mirar y corregir un artículo que había escrito para una revista
española. Era el comienzo de un sábado, día sagrado para el suscrito, pero por
tratarse de una amiga decidí dedicarle unos minutos a complacerla en la revisión
de lo que supuse serían dos o máximo tres páginas.
Pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que el tal artículo no
tenía dos ni tres ni cuatro sino… ¡nueve páginas! Mejor dicho, no era un
artículo sino un ensayo sobre las artesanías Wayuu. Ya no podía echarme atrás
porque me había comprometido, y mi error fue no haber preguntado antes por la
extensión del “artículo”, así que acometí la ardua tarea pero me prometí a mí
mismo que algún día habría de escribir (con voz lastimera, en la medida de lo
posible) una columna que se titulara “El trabajo intelectual es la puta del
paseo”.
Digamos que eso fue ‘la tapa’, como dicen las señoras bogotanas, pero
me sirvió de acicate para hablar hoy sobre el karma del que adquiere fama de
buen redactor, al que todo el mundo le cae para pedirle que si por favor
pudiera revisarle esto o aquello, y el modo en que lo plantean conlleva cierto
chantaje: comienzan por decir “usted que escribe de forma tan admirable”, y
asumen entonces que uno debió quedar agradecido con lo que dijeron, y es cuando
mandan el sablazo: “esto que escribí, me gustaría conocer su opinión y cómo lo
podría mejorar”, etc. (Y hay que ver la cara lastimera que ponen, que es en
últimas la misma que yo estoy poniendo ahora).
Recuerdo que cuando iba en el comienzo del cuarto párrafo de esta
columna caí en cuenta de que la metáfora del título no era la acertada, pues las
putas cobran por lo que hacen, mientras que a uno (¿o debo decir una?) le
quieren pagar con cariñitos falsos, como si el hecho de que le digan que
escribe bien sirviera para pagar el arriendo. Es la triste condición del que
regala su trabajo, peor que la de meretriz, porque al menos las fufurufas salen
reconfortadas en lo monetario.
Ahora, pregunto: ¿Acaso el amigo del odontólogo le dice “tú que eres
tan buen profesional de la salud, hace días vengo con una muela destemplada,
será que tú…”? ¿O el vecino del albañil le alaba el buen uso de la plomada para
pedirle a continuación que si le levanta gratis una pared? ¿O el que dibuja
bonito está obligado a hacerles retratos a los hijos de sus amigos a cambio de
que le elogien su fino trazo o el exquisito manejo de la perspectiva?
El problema se ha agudizado desde que existe Facebook, porque ahora los
aspirantes a Pulitzer de periodismo o a Nobel de literatura ya ni siquiera
esperan a que les diga si tengo tiempo de “mirar” (y mirar es corregir, por
supuesto,) sino que asumen que uno es algo así como el Mahatma Gandhi de la
redacción y de una vez le van enchufando sus escritos, y si uno les dice que no
queda como cualquier presuntuoso y camorrero Nicolás Gaviria.
La culpa del lastimero tono que estoy exhibiendo no obedece solo a lo
anterior, sino a que esa perversa propensión a creer que el trabajo intelectual
es gratuito se ha extendido también a mi profesión, y eso es algo que… ¡ay, no
resisto más!
Aquí donde usted me ve, hace diez años vengo escribiendo columnas gratis
primero para El Tiempo, luego para Semana y ahora para El Espectador. Lo más
cruel es que solo en este último caso se justifica, pues es sabido que El
Espectador –que renació de sus cenizas- hace honor a su lema según el cual “la
opinión es noticia”, y esto se traduce en que bate récord mundial como el que
más columnistas tiene por kilómetro cuadrado en todo el planeta, de modo que si
les pagaran a todos, el periódico se quebraría al día siguiente. Lo cierto es que
les pagan a los columnistas del diario impreso, y que estos no tienen motivos
para quejarse.
El intríngulis sin embargo reside en que poderosos medios que sí tienen
con qué pagar a todos sus columnistas así fuera una suma simbólica, asumen que
les pagan con el prestigio de aparecer en sus páginas, en lo que me recuerda al
dueño del restaurante que quiere que el músico toque gratis en su
establecimiento para que los clientes conozcan sus composiciones y así se haga
“más famoso”, que es como si el músico lo invitara a su casa a cocinarle gratis
a ver si así sus comensales se animan a visitarle el restaurante.
Siempre me he preguntado por qué a los caricaturistas (que hacen lo
mismo que yo, opinar) sí les pagan su trabajo, siendo que se divierten más y se
demoran menos, y no por ello los estoy tildando de precoces. A una buena
cantidad de columnistas, por el contrario, una buena cantidad de medios se da
el lujo de no renumerarles su talento, su esfuerzo intelectual y su gasto de
tiempo, y si estoy equivocado que levante la mano y tire la primera piedra el
primer caricaturista que hoy esté regalando su trabajo.
Pero no se trata de llorar sobre la leche regalada sino de sentar una enfática
(aunque lastimera) voz de protesta por esta situación a todas luces anómala,
frente a la cual se requiere generar conciencia y congregar voluntades que aporten
a la búsqueda de una solución urgente a tamaña injusticia, de modo que en el
campo del periodismo y la producción intelectual dejen de tratarnos como las
putas del paseo.
¡Columnistas de todos los países, uníos!
DE REMATE: Lo que está
ocurriendo con la Corte Constitucional excede los límites de la vergüenza. Un
ganadero que llega allá a hacer negocios y a pedir coimas, y cuando lo atrapan
se atornilla en su puesto. Con razón el magistrado Luis Ernesto Vargas dijo que
“la Corte está de luto”. Requiescat in pace.
1 comentario:
Jorge, un correo al que le pueda escribir por favor.
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