“Las cosas son como son y no como deben ser”.
Autor anónimo
La principal contradicción que encierra la férrea oposición de Viviane
Morales a la adopción de hijos por parejas homosexuales es que quien enarbola
esta bandera proviene de una familia disfuncional, en cuanto se aparta del
modelo que ella misma propone a seguir como “familia óptima”. Esto en parte
tiene que ver con lo cuenta Yohir Akerman en su primera
columna para El Espectador, respecto a que tiene una hija de su primer
matrimonio con el pastor cristiano Luis Gutiérrez, “que orgullosamente
pertenece a la comunidad LGBTI”.
No es que Akerman ni Claudia López ni el suscrito pretendan meterse
con su familia –sin duda respetable y honorable-, sino que en su propio nicho
familiar germina la antítesis que destruye su propuesta, y la deja en uno de
dos planos posibles: una fe religiosa ligada a la ceguera (tratándose de una
tesis que discrimina a su propia hija), o un cálculo premeditado sobre el caudal
de votos que una postura con tan alto ‘rating’ le puede aportar a su carrera
política. Esto podría ser en últimas lo que la mantiene aferrada a la
convocatoria del plebiscito, pues le significa subirse al Jumbo de una mayoritaria
visión católica de tinte homofóbico a la que se le suman las iglesias
cristianas, incorporada a fuerza de púlpito en las mentes de una población
ignorante e ignorada de la mano de Dios desde los tiempos de la colonia
española.
Lo cierto es que asistimos a la disolución acelerada de la familia en
su esquema tradicional, y esto no ocurre porque nos hayamos alejado de Dios ni
porque el Diablo esté haciendo de las suyas, sino porque está mandado a recoger
el modelo de un hogar en el que un varón imbuido de autoridad y una mujer
obediente y sumisa son obligados a permanecer ‘atados’ hasta que la muerte los
separe.
Ese paradigma autoritario comienza a fallar desde que la fidelidad se
impone como obligación y la contravención a la norma se castiga como si fuera
delito, siendo que es de humanos el deseo, que el amor entre dos no se puede decretar
para siempre y que la rutina de la convivencia diaria es el veneno que mata primero
la pasión, luego el amor, a continuación la armonía y por último la paciencia
mutua.
No deja de constituir aberrante paradoja que sean precisamente los que
no se casan quienes legislan y deciden sobre lo divino y lo humano en las relaciones
de pareja, pese a que son precisamente los que disfrutan del privilegio de no
estar sometidos a la fatigosa vida conyugal (con-yugo, ¿sí captan?), la cual en
los términos de obligatoriedad en que está planteada se convierte para muchos
en un infierno que los atrapa, y del que no se atreven a salir porque lo impide
el sentimiento de culpa que una rígida moral judeocristiana les ha inoculado
desde la cuna.
Un error histórico de fondo ha estado en creer que la razón de ser del
matrimonio es la procreación como mandato divino (“id y multiplicaos”) y la más
directa consecuencia de tan absurda práctica es que aumentó la población
mundial hasta niveles ya cercanos a la autodestrucción del planeta.
Hoy se advierte como imperativo categórico la urgencia de replantear
las relaciones de pareja, de desacralizarlas en cuanto a despojarlas de
imposiciones religiosas como la de que siempre hay que tener hijos, pero ante
todo de ponerlas sobre un terreno ético, donde la libertad individual y la
ausencia de ánimos posesivos sobre el otro (“eres mío”, “quiero hacerte mía”,
etc.) marquen la pauta.
Es aquí donde podrían venir a su rescate los poliamorosos, corriente
de pensamiento y de acción propiciada por la nueva dimensión de conocimiento
que genera la Internet y que propone (contraria a la muy confesional Viviane
Morales) una no monogamia consensual y responsable, séase ella heterosexual u
homosexual, donde unos y otros posean el derecho a no tener hijos o a tenerlos,
o a adoptarlos para darles amor, y se establezcan relaciones románticas o sexuales
de carácter no exclusivo y menos posesivo, por la sencilla razón de que es
humanamente imposible excluir de nuestros gustos lo que no sabemos si más
adelante nos va a gustar o no.
En otras palabras: yo te amo pero no puedo saber si dejaré de amarte o
si empezarás a amar a otra persona, y por lo tanto lo más sano será que nos
amemos hasta que uno de los dos diga ya no más, respetando siempre la
independencia y la libertad mutuas, y sin olvidar de todos modos que lo más
bello sería si tú y yo nos amáramos para siempre.
Quizá no se ha ahondado suficiente sobre los peligros que acarrea para
la estabilidad emocional la obligatoria convivencia diaria, que por sentido
común tiene que conducir a la monotonía y se expresa en actos tan repetitivos
como compartir todas las insalvables noches la misma cama y todas las
madrugadas el mismo baño, con los mismos olores íntimos y los mismos pelos
caídos de quién sabe dónde –y de quién sabe quién- sobre el piso de la ducha. Y
es entonces cuando más de uno se pregunta si no habría sido más conveniente
para la buena marcha de la relación que desde un principio hubieran acordado
que vivirían en el mismo edificio o en el mismo barrio pero no en las mismas
cuatro paredes, como hicieron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, o Mía
Farrow y Woody Allen y luego este con su hijastra Soon Yi, 35 años menor que
él, en lo que constituye una inusual pareja pero como prueba de que en asuntos
del amor no hay nada escrito sobre la Tierra.
Todo lo anterior conduce a la impostergable urgencia de abolir el
matrimonio tal como hoy se concibe, para dar paso no a nuevas normas sino a
todo lo contrario: a abrir las compuertas hacia una sana y plena libertad en
las relaciones de pareja, donde nadie sea dueño del otro y el cariño o el amor no
posesivo impongan la parada, de modo que si el amor se extingue no se armen los
terribles dramas pasionales que estallan cuando alguien que se creía dueño del
otro (o de la otra) se entera de que no era así, y es la propia realidad la que
se encarga de aterrizarlo.
DE REMATE: María Isabel Rueda escribió en esta su última
columna: “Como registra haber sido editado por la Fundación Indalecio
Liévano Aguirre, le pedí a mi eficientísima secretaria que lo buscara debajo de
las piedras, para no hablar sin conocimiento de causa”. Al final no consiguió
el libro del que hablaba pero no le importó, porque no se aguantaba las ganas
de repartir maledicencia, y terminó escribiendo “sin conocimiento de causa”.
Ah, y su secretaria quedó como una ineficiente.
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