miércoles, 4 de marzo de 2015

Hay que abolir el matrimonio



“Las cosas son como son y no como deben ser”.
Autor anónimo


La principal contradicción que encierra la férrea oposición de Viviane Morales a la adopción de hijos por parejas homosexuales es que quien enarbola esta bandera proviene de una familia disfuncional, en cuanto se aparta del modelo que ella misma propone a seguir como “familia óptima”. Esto en parte tiene que ver con lo cuenta Yohir Akerman en su primera columna para El Espectador, respecto a que tiene una hija de su primer matrimonio con el pastor cristiano Luis Gutiérrez, “que orgullosamente pertenece a la comunidad LGBTI”.

No es que Akerman ni Claudia López ni el suscrito pretendan meterse con su familia –sin duda respetable y honorable-, sino que en su propio nicho familiar germina la antítesis que destruye su propuesta, y la deja en uno de dos planos posibles: una fe religiosa ligada a la ceguera (tratándose de una tesis que discrimina a su propia hija), o un cálculo premeditado sobre el caudal de votos que una postura con tan alto ‘rating’ le puede aportar a su carrera política. Esto podría ser en últimas lo que la mantiene aferrada a la convocatoria del plebiscito, pues le significa subirse al Jumbo de una mayoritaria visión católica de tinte homofóbico a la que se le suman las iglesias cristianas, incorporada a fuerza de púlpito en las mentes de una población ignorante e ignorada de la mano de Dios desde los tiempos de la colonia española.

Lo cierto es que asistimos a la disolución acelerada de la familia en su esquema tradicional, y esto no ocurre porque nos hayamos alejado de Dios ni porque el Diablo esté haciendo de las suyas, sino porque está mandado a recoger el modelo de un hogar en el que un varón imbuido de autoridad y una mujer obediente y sumisa son obligados a permanecer ‘atados’ hasta que la muerte los separe.

Ese paradigma autoritario comienza a fallar desde que la fidelidad se impone como obligación y la contravención a la norma se castiga como si fuera delito, siendo que es de humanos el deseo, que el amor entre dos no se puede decretar para siempre y que la rutina de la convivencia diaria es el veneno que mata primero la pasión, luego el amor, a continuación la armonía y por último la paciencia mutua.

No deja de constituir aberrante paradoja que sean precisamente los que no se casan quienes legislan y deciden sobre lo divino y lo humano en las relaciones de pareja, pese a que son precisamente los que disfrutan del privilegio de no estar sometidos a la fatigosa vida conyugal (con-yugo, ¿sí captan?), la cual en los términos de obligatoriedad en que está planteada se convierte para muchos en un infierno que los atrapa, y del que no se atreven a salir porque lo impide el sentimiento de culpa que una rígida moral judeocristiana les ha inoculado desde la cuna.

Un error histórico de fondo ha estado en creer que la razón de ser del matrimonio es la procreación como mandato divino (“id y multiplicaos”) y la más directa consecuencia de tan absurda práctica es que aumentó la población mundial hasta niveles ya cercanos a la autodestrucción del planeta.

Hoy se advierte como imperativo categórico la urgencia de replantear las relaciones de pareja, de desacralizarlas en cuanto a despojarlas de imposiciones religiosas como la de que siempre hay que tener hijos, pero ante todo de ponerlas sobre un terreno ético, donde la libertad individual y la ausencia de ánimos posesivos sobre el otro (“eres mío”, “quiero hacerte mía”, etc.) marquen la pauta.

Es aquí donde podrían venir a su rescate los poliamorosos, corriente de pensamiento y de acción propiciada por la nueva dimensión de conocimiento que genera la Internet y que propone (contraria a la muy confesional Viviane Morales) una no monogamia consensual y responsable, séase ella heterosexual u homosexual, donde unos y otros posean el derecho a no tener hijos o a tenerlos, o a adoptarlos para darles amor, y se establezcan relaciones románticas o sexuales de carácter no exclusivo y menos posesivo, por la sencilla razón de que es humanamente imposible excluir de nuestros gustos lo que no sabemos si más adelante nos va a gustar o no.

En otras palabras: yo te amo pero no puedo saber si dejaré de amarte o si empezarás a amar a otra persona, y por lo tanto lo más sano será que nos amemos hasta que uno de los dos diga ya no más, respetando siempre la independencia y la libertad mutuas, y sin olvidar de todos modos que lo más bello sería si tú y yo nos amáramos para siempre.

Quizá no se ha ahondado suficiente sobre los peligros que acarrea para la estabilidad emocional la obligatoria convivencia diaria, que por sentido común tiene que conducir a la monotonía y se expresa en actos tan repetitivos como compartir todas las insalvables noches la misma cama y todas las madrugadas el mismo baño, con los mismos olores íntimos y los mismos pelos caídos de quién sabe dónde –y de quién sabe quién- sobre el piso de la ducha. Y es entonces cuando más de uno se pregunta si no habría sido más conveniente para la buena marcha de la relación que desde un principio hubieran acordado que vivirían en el mismo edificio o en el mismo barrio pero no en las mismas cuatro paredes, como hicieron Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, o Mía Farrow y Woody Allen y luego este con su hijastra Soon Yi, 35 años menor que él, en lo que constituye una inusual pareja pero como prueba de que en asuntos del amor no hay nada escrito sobre la Tierra.

Todo lo anterior conduce a la impostergable urgencia de abolir el matrimonio tal como hoy se concibe, para dar paso no a nuevas normas sino a todo lo contrario: a abrir las compuertas hacia una sana y plena libertad en las relaciones de pareja, donde nadie sea dueño del otro y el cariño o el amor no posesivo impongan la parada, de modo que si el amor se extingue no se armen los terribles dramas pasionales que estallan cuando alguien que se creía dueño del otro (o de la otra) se entera de que no era así, y es la propia realidad la que se encarga de aterrizarlo.


DE REMATE: María Isabel Rueda escribió en esta su última columna: “Como registra haber sido editado por la Fundación Indalecio Liévano Aguirre, le pedí a mi eficientísima secretaria que lo buscara debajo de las piedras, para no hablar sin conocimiento de causa”. Al final no consiguió el libro del que hablaba pero no le importó, porque no se aguantaba las ganas de repartir maledicencia, y terminó escribiendo “sin conocimiento de causa”. Ah, y su secretaria quedó como una ineficiente.

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