La violencia masculina contra la mujer ha adquirido casi carácter de
pandemia, sobre todo en un país tan conservador, tan machista y tan católico
como Colombia. Y esto requiere una explicación.
El mundo entero asiste a una especie de ‘relajación de las costumbres’
en las relaciones de pareja, en gran parte gracias al fenómeno avasallador de
la Internet que libera la transmisión de información a todo nivel (desde la
académica o científica hasta la más íntima y procaz, pasando por la basura que
inunda las redes sociales), y en parte ligado a esquemas publicitarios que
siguen mostrando a la mujer
como objeto sexual.
La tensión entre lo antes férreo o doctrinario y lo ahora liberador está
provocando dramáticos rompimientos de todo tipo en altísimo número de parejas, casi
siempre con desenlace fatal. Como dijo Bernard-Henry Levy en un libro exquisito
(Hombres
y Mujeres), “desde que hay amantes, hay celosos. Y los celos son
inconfesables. Y hay hombres, eventualmente filósofos, que estrangulan a su
mujer”.
La relajación de las costumbres no significa que las mujeres se han
vuelto infieles o fáciles (aunque la proporción ha crecido…), sino que están
rompiendo esquemas autoritarios o modelos atávicos de sumisión al hombre, y
empiezan a ser conscientes de que son dueñas de sí mismas en lo sexual, en lo
emocional e incluso en lo laboral, donde cada día más jefes reciben su
tatequieto.
Esto constituye una verdadera revolución de las costumbres, y toda
revolución viene acompañada de nuevas relaciones de poder, en las que hay
vencedoras y vencidos, así como víctimas y victimarios.
Víctima es hasta cierto punto el hombre que ya no puede tener plena
seguridad de que su mujer le está siendo fiel (en un escenario donde hasta el
‘quicky’ acecha detrás de una puerta), pero víctima es sobre todo la mujer
cuyo novio o marido se niega a entender que ese ‘cuerpito’ ya no le pertenece,
porque ahora tiene una administradora plenipotenciaria que decide con quién –o
quiénes- compartirlo, o disfrutarlo, o simplemente acompañarlo.
En alguna ocasión le escuché a Margarita Vidal decir que “en Bogotá
todos se comen con todas”. Esto no significa que se armó el despiporre
universal, sino que la práctica del sexo ha adquirido una connotación muy
diferente a la que manejaban nuestros padres o abuelos, cuando se le asumía
como un deber dentro del matrimonio, con el fin único y “sagrado” de la
procreación. Hoy el sexo se asume básicamente como la exploración de dos
cuerpos ligada a la búsqueda del goce físico, y en asunto de camas y revolcones
es más lo que se oculta que lo que se sabe.
Hablando a calzón quitado, las mujeres han revertido la pirámide
jerárquica en la que antes ellos eran los dueños del merequetengue, y la orden
venía desde la parroquia, que hablaba de obediencia y sumisión al hombre. Pero
eso fue en un ayer cada día más lejano, pues ahora las féminas comienzan a
asumirse en un plano de autonomía individual que termina por alebrestar a los
‘machos’, al punto de envalentonar a más de uno hasta el grado de la paliza, el
rosario de puñaladas o el ácido vertido sobre su rostro.
Las cifras son espeluznantes y están al orden del día: en 2014 fueron
asesinadas en Colombia 145 mujeres por sus parejas o exparejas, cada 12,5
minutos una mujer es agredida, y el número de feminicidios aumentó un 63 por ciento
comparado con el año anterior. Hay lugares de Colombia ya cercanos a la alerta
roja, como
Cali, donde entre el 1 y el 24 de enero de este año fueron asesinadas 14
mujeres. O como en Bogotá, donde entre enero y noviembre del año pasado se
conocieron 20.883 casos de violencia física contra las mujeres, mil más que en
el mismo período de 2014. (Ver
artículo).
O como Santander, el departamento que presenta mayor violencia contra
la mujer en relaciones de pareja, sobre todo contra mujeres menores de 25 años,
con un 93 (¡93!) por ciento de incidencia. Así lo dice otro artículo
de El Espectador, para que vean que no lo inventé. Y si a lo anterior se
agrega un 10 por ciento de casos que no se reportan… en fin.
Lo más preocupante es que esto se va a poner peor –como en efecto viene
ocurriendo-, y el origen tiene que ver con que muchos ‘varones’ llegaron tarde
a la cita de la cada día más creciente liberación femenina, mediante la cual la
mujer viene ocupando unos espacios en los que antes desempeñaba un papel de obediencia
o inferioridad. Cuando esa conquista de su propia libertad sexual choca contra
un sentimiento atávico de posesión machista, es cuando sobreviene
la tragedia.
Por cuenta sobre todo de Internet, estamos en la cresta de la ola de
una súbita transformación que no sabemos claramente a dónde nos va a conducir,
y mientras no esté ligada al cambio de modelo cultural que se debe dar desde el
sistema educativo, no conducirá a nada bueno.
Como dije en columna
anterior, es impostergable replantear las relaciones de pareja tal como todavía
se conciben, para abrir las compuertas hacia una sana libertad donde nadie sea
dueño del otro y el cariño o el amor no posesivos impongan la parada, de modo
que si el amor se extingue no se armen los terribles dramas pasionales que
estallan cuando alguien que se creía dueño del otro (o de la otra) se entera de
que no era así, y es la propia realidad la que se encarga de aterrizarlo.
DE REMATE: “Yo te amo, pero no puedo saber si dejaré de amarte o si
empezarás a amar a alguien diferente. Lo más sano entonces será que nos amemos
hasta que uno de los dos diga ya no más, respetando siempre la independencia y
la libertad mutuas, y sin olvidar de todos modos que lo más bello sería si tú y
yo nos amáramos hasta el fin de los tiempos”.
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