A raíz de la sanción de 800 millones de pesos que la Corte Suprema de
Justicia le impuso a la Iglesia Católica por el caso de dos niños usados como
esclavos sexuales por el sacerdote Luis Enrique Duque en Líbano (Tolima), el
presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, monseñor Luis Augusto
Castro puso el grito en el cielo, la consideró “una ofensa” y agregó: “¿qué
culpabilidad puede haber para la Iglesia frente a una cosa privada de un
individuo, que no está de ninguna manera dentro de lo que la Iglesia pide a sus
sacerdotes?". (Ver
reacción).
La declaración del alto prelado daría para pensar que en esa congregación
el abuso sexual es una rareza, y más si compara a los sacerdotes con los
maestros cuando pregunta “cuántos profesores no pudieron estar implicados en
esto, y jamás se ha dicho que queda castigado el ministerio de Educación o el
Gobierno, porque son actos individuales".
Actos individuales, sí, pero hay una protuberante diferencia: a los
profesores ninguna autoridad les impide casarse ni tener novia (o novio),
mientras que a los sacerdotes sí se les impone el celibato, entendido este como
la prohibición de unirse en matrimonio o tener vida sexual.
Equiparar a curas con maestros solo obra cuando ambos ejercen una
labor pedagógica pero no en las relaciones que establecen con sus superiores,
pues es solo a los religiosos a quienes les aplican una norma ‘contra natura’, para
usar un término de la cosecha eclesiástica: la obligación de reprimir un
instinto básico.
No hay duda en que si al magisterio también le obligara el celibato se
dispararían los abusos en las aulas, porque es solo cuando al deseo no se le
permite desahogarse por cauces naturales que el hormonado sujeto se ve impelido
a saciar su instinto recurriendo al abuso o a la seducción mediante dádivas o
halagos (“el que paga por la peca”), y forzando a su víctima a que mantenga el
secreto por la vía de la amenaza o el chantaje.
El sexo es algo humano, demasiado humano, y es la prohibición de su
práctica la que en gran medida propicia los abusos. Es por ello que a la
Iglesia Católica le cobija gran parte de la culpa frente a algo que se extendió
como una pandemia dentro del clero, en todos los continentes, y cuya
manifestación más notoria habla de los 25.000
niños y niñas pobres de entre 10 y 15 años que fueron abusados en Irlanda
desde 1950 por unos 400 religiosos y religiosas acusados por las víctimas
(todos pertenecientes a la congregación de los Hermanos Cristianos); pasando
por el caso del mexicano Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo y
protegido por Juan Pablo II cuando se destaparon sus múltiples abusos; hasta el
caso “individual” que hoy nos ocupa, el del cura Luis Enrique Duque que tuvo a
su cuidado a dos niños de seis y ocho años que al cabo de tres semanas de
maltrato presentaban “lesiones en el ano y desgarro en los genitales”. (Ver
noticia).
Ochocientos millones de pesos son una suma insignificante para
resarcir el daño físico, moral y psicológico causado a esos niños y a su
familia de por vida. En lugar de asumir una actitud cristiana de humildad, en
lugar de reconocer que –como sentenció la Corte- el delito ocurrió “en razón y
ocasión de su función pastoral”, en lugar de pedir perdón a nombre del cura victimario,
asombra hasta el escándalo ver que monseñor Castro se declara ofendido porque a
su iglesia la obligan a indemnizar con dinero a las víctimas. Ante tan mezquina
reacción, vienen a la memoria las palabras de Jesucristo en Lucas 17: “Más le
valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar,
antes que ofender a uno de estos pequeños”. O como le dijo el Papa Francisco
a la periodista Valentina Alazraki: “un solo cura que abuse de un menor, es
suficiente para mover toda la estructura de la Iglesia y enfrentar el
problema”.
Si de abusos se ha de hablar, el primero es contra los mismos clérigos
a los que se les prohíbe casarse y/o tener sexo. Dicen amar a Dios sobre todas
las cosas, pero a los sacerdotes y a las monjas les está negado el verdadero
amor, el amor a una pareja. Un segundo abuso es el que se comete cuando un bebé
es bautizado en el catolicismo o en cualquier otra religión contra su voluntad.
Como dijo el eminente médico y científico Richard Dawkins, introductor del
término ‘memética’ para referirse a la difusión de ideas y fenómenos culturales
como si fueran genes: “no existen niños cristianos sino hijos de padres
cristianos, de modo que la imposición de creencias a temprana edad debería
considerarse abuso infantil”.
Algún día el debate filosófico y ético tendrá que darse por donde debe
ser, por señalar el dañino papel que han ejercido las religiones en el
desarrollo de la humanidad, y por denunciar la forma en que domestican las
mentes de los ‘fieles’ hasta llevarlos a un estado de esclavitud mental donde
erigen a un ser todopoderoso que vigila hasta los pensamientos de la gente, al
que deben dirigirle abyectas ‘súplicas’ e invocar su misericordia (“ten piedad
de nosotros”) y del que se autonombran representantes en la Tierra para pasarla
bien rico a costa de sus ‘rebaños’.
No he de negar que la mayoría de sacerdotes y miembros de la jerarquía
católica cumplen de buena fe su misión pastoral, pero mientras a los abusadores
lobos con piel de oveja les llega el castigo
divino –cuya espera por cierto ha sido vana desde los tiempos de la Santa
Inquisición- es hora de reflexionar no solo en torno a si la Iglesia debería
indemnizar a las víctimas de sus curas violadores (¡por supuesto que sí!), sino
sobre la conveniencia de derrocar estructuras obsoletas de poder para
remplazarlas por el imperio de la razón y el sentido común. Solo así será
posible abrirle paso a un estado sano de salud mental para las generaciones
venideras, ya que las nuestras y las antepasadas llegaron y se irán
contaminadas por la imposición de una autoridad eclesiástica irracional,
abusiva y mandada a recoger.
DE REMATE: Llegará el día en que si la Corte Suprema lo juzgara por su
participación en la masacre de El Aro, ahí sí aplicarán eso de “lo que es con
Uribe es conmigo”. Pero no los borregos que salen a la calle con el letrerito de marras,
no, sino los que tienen las armas… y las mañas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario