Rara vez coincido con Felipe Zuleta Lleras, sobre todo desde que sufrió una metamorfosis que lo transformó de periodista acucioso a obsecuente admirador de la figura (cada día más redonda) del subpresidente Iván Duque. Pero el domingo pasado coincidimos en algo que escribió para El Espectador: “El matrimonio es contra natura, así la Iglesia se empeñe en sostener lo contrario. Nada dura para siempre y la vida en pareja no es una excepción”.
Es un tema que me obsesiona,
aunque no al grado de Zuleta Lleras, quien ahí mismo confesó ser “una persona
inestable, neurótica, impaciente y con trastorno obsesivo compulsivo”. (Ver
columna).
La coincidencia en la aversión a
la convivencia conyugal es de vieja data, incluso podría salir con que “lo dije
yo primero”. Hace bastantes años escribí para Semana una Diatriba
contra el matrimonio, por los días en que me separaba de la mujer que
más he amado, y dos años después en tono aún más radical afirmé en El
Espectador que definitivamente Hay
que abolir el matrimonio.
Pero no hablo como un damnificado
del amor, sino en representación de quienes creen que “es de humanos el deseo: por
tanto, el amor entre dos no se puede decretar para siempre y la rutina de la
convivencia es el veneno que mata primero la pasión, luego el amor, a
continuación la armonía y por último la paciencia mutua”.
Por los días en que escribí la columna
que acabo de citar hablaba en nombre de los poliamorosos, entendidos no como
unos promiscuos sino como personas que establecen relaciones de carácter no exclusivo
o posesivo, por una razón ligada al sentido común: es humanamente imposible
excluir de nuestros gustos a personas que más adelante conoceremos y no sabemos
si nos van a gustar.
En consonancia con lo anterior,
propuse algo así como la premisa para una mejor comprensión del poliamor: “Te
amo, pero no puedo saber si dejaré de amarte o si empezarás a amar a otra
persona. Lo más sano entonces será que nos amemos hasta que uno de los dos diga
ya no más, respetando siempre la independencia y la libertad mutuas, sin
olvidar de todos modos que lo más bello sería si tú y yo nos amáramos para
siempre”.
En días recientes recibí en mi casa
a alguien que coincide con el postulado anterior, aunque le dio por llevarme la
contraria en la filosofía de los poliamorosos, que yo creía una novedad: “no
señor, eso del poliamor ya existía. Se llama hipismo”.
Me dejó frío, sobre todo porque haciendo
un breve seguimiento del tema descubrí que podría tener razón, los hechos
parecían demostrarlo. El hipismo pregonaba el amor libre (“Make love, not war”)
y el concierto Woodstock (1969) fue la demostración de que no era palabrería,
que lo practicaban.
Si de diferencias entre hipismo y
poliamor se ha de hablar, este último propone un cambio de paradigma. Lo de los
hippies quedó atrás, fue un estallido lúdico de la juventud similar a Mayo del
68, cuando la consigna era “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Pues bien,
ahora se trata de pedir lo posible, de hacer un replanteamiento de fondo en las
relaciones de pareja que facilite un entendimiento sobre bases reales, no para
perpetuar las relaciones machistas y menos el modelo católico, que se enfoca en
casarse para tener hijos, para procrear.
Hace muchos años, cuando
comenzaba mi carrera periodística, estuve en Cuba cubriendo para Alternativa
los 20 años de la revolución cubana, que coincidía con los 26 años del asalto
al Cuartel Moncada, y durante los dos días que permanecí en Holguín conocí a un
trío de europeos: una fotógrafa francesa tan hermosa como una diosa griega, un
periodista de la misma nacionalidad y un holandés, todos muy bien plantados,
que andaban justos de arriba para abajo.
En la mañana la veía a ella tomada
de la mano del fotógrafo holandés, almorzaban juntos los tres y en la tarde al
que abrazaba o besaba era a su paisano el periodista francés, y así. Supongo
que compartían los tres la misma habitación. Sea como fuere, ahí vi por primera
vez lo que hoy se conoce como una relación poliamorosa, y lo único que lamenté
fue no formar parte de ese combo. No porque quisiera integrarme a sus noches de
pasión, sino porque esa mujer con su libertad para entenderse de igual a igual
con dos hombres a la vez, me dejó marcado para siempre.
Hoy soy yo el que ha tomado el
curso de la libertad amorosa, afectiva y sexual que propone el poliamor, y no tendría
inconveniente en reconocer que amo a dos mujeres que se conocen y se quieren como
amigas (nos son bisexuales, que conste) y nunca se me ocurriría exigirles
fidelidad ni compromiso. La pandemia por supuesto ha contribuido para ser
cuidadosos, pero la parte positiva -y sana- es que una de ellas vive en otra
ciudad.
En todo caso, aquí no se trata de
proponer que los demás sigan el ejemplo del suscrito o el de la fotógrafa
francesa, sino de brindar claridad en que está mandado a recoger el esquema que
ordena una vida conyugal (con-yugo, ¿sí se la pillan?) “hasta que la muerte los
separe”.
Hay que poner entonces las relaciones
de pareja sobre un terreno ético, donde la libertad individual y la ausencia de
ánimos posesivos marquen la pauta. El día que por fin aprendamos a vivir ajenos
a la moral judeocristiana que nos ata a preceptos religiosos antes que al
sentido común, aprenderemos a ser verdaderamente libres.
Post Scriptum: Lo que está
ocurriendo en el sur del país muestra un desprecio total por las vidas humanas.
Fuerzas oscuras al servicio solapado de este Gobierno están produciendo esas
decenas de jóvenes muertos, mujeres violadas, torturados, desmembrados y
desaparecidos, a los que ven tan solo como bajas colaterales hacia el objetivo
supremo de aterrorizar a los colombianos para que dejen de salir a la calle a
protestar.
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