Hubo un tiempo en que la diferencia más notoria entre liberales y
conservadores consistía en que los primeros abogaban por la no injerencia de la
Iglesia Católica en los asuntos del Estado, mientras los segundos eran –y
siguen siendo- partidarios de meter la religión hasta en el pénsum escolar.
Ahora que las diferencias ideológicas entre los partidos se han
borrado y lo único que distingue a un liberal de un conservador es la hora en
que van a misa, ahora que la sombra del fanatismo religioso se cierne ominosa
sobre Colombia y en países como Brasil gobierna un evangélico misógino, racista
y amante de las armas, debería ser la ocasión propicia para que el agnosticismo
comience a actuar como fuerza política, con un propósito perfectamente legítimo:
regresar la democracia a la sensatez perdida, ir tras la recuperación de las
ideas liberales, teniendo como norte la más tajante separación entre Iglesia y
Estado.
Agnóstico es todo aquel que considera que lo limitado de nuestro
conocimiento nos impide saber “a ciencia cierta” si Dios existe o no, y en tal
medida guarda un profundo respeto por las ideas religiosas, pero igual juzga
condenable la manipulación que muchos pastores –evangélicos y cristianos- ejercen
sobre sus rebaños, en parte para esquilmarlos con la “obligación”
del diezmo, en parte para orientarles sus preferencias políticas, como se
vio en aberrante práctica cuando en el plebiscito de 2016 les hicieron creer a
sus ovejitas que el acuerdo de paz con las Farc tenía el demoníaco propósito de
hacer que los niños y las niñas se volvieran homosexuales.
Según el colega Juan David Laverde en informe
para El Espectador, “la gran paradoja de la Constitución de 1991, que
abolió el Estado confesional de la carta política de 1886 y declaró la libertad
de cultos, es que permitió que minorías evangélicas pasaran de las prédicas de
fe al proselitismo político, con rotundo éxito”.
Hubo una época en la que un creyente inclinaba sus preferencias políticas
por dirigentes conservadores o liberales, dependiendo de las promesas que le hicieran.
A esta altura de la historia el panorama es por completo diferente, pues la
mayoría de cultos evangélicos o cristianos vienen siendo cooptados casi
exclusivamente por la derecha más hirsuta y confesional, con una presencia cada
vez más activa y numerosa en el Congreso colombiano: hoy el 4 por ciento de las
curules son ocupadas por representantes de esas iglesias, con tendencia al
alza.
En el informe de Laverde se explica cómo los católicos han venido
perdiendo adeptos paulatinamente, mientras que las iglesias cristianas se
multiplicaron, imponiendo en la vida pública una “agenda moral” que incluye capítulos
como el frustrado referendo que intentó colar la senadora “liberal” Viviane
Morales para prohibir la adopción de hijos por parte de parejas homosexuales.
Nada de eso es sano para un Estado laico, entendida la laicidad como la
no injerencia de ninguna organización o confesión religiosa en el manejo de un gobierno,
garantizando así la independencia de las instituciones respecto del poder
eclesiástico y limitando la religión al ámbito privado, particular o colectivo,
de las personas.
Todo Estado laico tiene como premisa fundamental el respeto, la
promoción y el fortalecimiento de los derechos humanos. Es ahí donde la
propuesta de un Partido Agnóstico tendría mayor asidero, pues no se busca satisfacer
unos intereses económicos o políticos o religiosos ligados a la conquista del
poder, sino subirse a la ola del desencanto colectivo –reflejado en los
altísimos niveles de abstención electoral, superiores a la mitad más uno- para orientarla
hacia la definición de propuestas de cambio ligadas al sentido común, como el
apoyo a las reivindicaciones de las mujeres en sus luchas por la equidad de
género; la tolerancia con la diversidad sexual como base del respeto a la
diferencia; la legalización del cultivo de la marihuana para sustituir al de la
coca y convertirlo en producto de exportación y en factor de crecimiento
económico; propender por el voto obligatorio como medida urgente –aunque
temporal, desde lo pedagógico- para derrotar la compra de votos y conocer la verdadera
voluntad de las mayorías; obligar a la repartición de un ingreso justo en todos
los estratos de la población; proponer un sistema de pensiones con
remuneraciones adecuadas y a una edad propicia, etc. Son estos algunos de los muchos temas frente
a los cuales el Partido Agnóstico podría proponer soluciones, desde una
perspectiva enteramente racional, técnica, académica, humana, científica, integral.
No es esta la ocasión propicia, ni el espacio lo permite, para exponer
un eventual programa de gobierno del Partido Agnóstico (habrá que construirlo,
además), pero sí vale la pena sugerir la posibilidad de su creación, en un esfuerzo
quizá desesperado o quijotesco para tratar de equilibrar las cargas políticas a
favor de la sensatez, del raciocinio desapasionado, si el electorado lo
permitiera.
Y para que lo permita, lo primero es soltarle las amarras a la idea,
ponerla a navegar.
Alguien en Twitter sugería que “la idea es buena pero al ser
identificado como agnóstico, el enfoque sería más anti-religioso que social”.
No es cierto. Un partido agnóstico puede y debe representar también los
intereses de personas creyentes en religiones o en divinidades, en un ámbito de
tolerancia ciudadana. Se trata es de aceptar como norma ética infranqueable, que
la religión no se debe mezclar con la política.
A Dios lo que es de Dios… y al César lo que es del César.
DE REMATE: ¿Por qué les queda tan difícil de entender a los dueños,
directores y editores de los principales medios de comunicación que el
propósito camuflado del ataque despiadado de Uribe, el fiscal Néstor Humberto
Martínez y el subpresidente Iván Duque contra la JEP es impedir que se conozca
la verdad del conflicto armado? ¿Por qué guardan hacia el sátrapa y sus
secuaces una actitud tan cómplice, indolente e irresponsable?
1 comentario:
Para ellos no es difícil de entender. Simplemente son cómplices.
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