El título de esta columna no es nada original. Fue parodiado de Thomas
de Quincey, quien escribió una pieza de cáustico humor inglés titulada Del asesinato considerado como una de las bellas
artes, donde afirmó que aunque un homicidio es condenable, después de
ocurrido puede ser juzgado con criterios puramente estéticos. El autor allí se adentra en los anales históricos del asesinato de grandes personajes, para concluir que el mejor
asesinato se presenta cuando la víctima es buena persona y goza de buena salud.
O sea, cuando no reunía mérito alguno para ser asesinado.
Es aquí donde podemos concatenar tan ‘edificante’ obra con los asesinatos
morales cada día más frecuentes que viene cometiendo el uribismo contra líderes
o instituciones que gozan de reputación social, pero que se encargan
de mostrar como seres o entidades repudiables.
Así ocurrió con el tribunal conocido como Justicia
especial para la Paz (JEP), cuya credibilidad han tratado de minar desde todos
los frentes posibles. El más reciente ataque provino directamente de la
Fiscalía General de la Nación, cooptada por el Centro Democrático desde la
noche en que Paloma Valencia exhibió el famoso Petrovideo, otro caso de
asesinato moral que le salvó el puesto a Néstor Humberto Martínez. Desde esa
noche el ente acusador quedó convertido en un aparato de persecución al
servicio del Centro Democrático, trabajando ambos de la mano hacia el objetivo compartido
de garantizarle impunidad a un sujeto sub judice, llamado a indagatoria por la
Corte Suprema de Justicia pero con una fecha de citación que misteriosamente se
envolata cada día más…
El ataque arriba mencionado consistió en un montaje que contó con la eficaz
colaboración de la DEA, algo que en EE.UU. se conoce como entrampamiento –y
allá es legal- pero está prohibido por la legislación colombiana, consistente
en que lograron inducir a un político condenado por parapolítica y a un fiscal de la JEP a que les recibieran
una gruesa suma (aportada por la misma Fiscalía), para dar la apariencia de que
ese dinero iba a ser utilizado en impedir que el exguerrillero de las Farc
Jesús Santrich fuera extraditado. Cuando vieron que las dudas sobre la legalidad
del operativo crecían, en la audiencia de imputación de cargos le metieron narcotráfico
a la acusación, y hablaron entonces de un supuesto cargamento hacia Italia. Pero,
como dijo Semana
en su edición 1923, “lo que no es típico de los narcos es exportar cientos
de kilos de cocaína y simultáneamente tener un cargo de fiscal auxiliar con un
salario mensual de 9 millones de pesos”.
Sea como fuere, a la fiscalía de Martínez Neira no le preocupa que el
caso se caiga, como ocurrió por ejemplo con los dueños de Supercundi, acusados
de ser testaferros de las Farc y hoy
eximidos de toda culpa. Lo importante es hacer un ruido tan estruendoso,
que distraiga al país de los serios impedimentos que tiene Martínez Neira para
continuar en el cargo por su evidente cercanía con los corruptos de Odebrecht.
Un tercer caso de asesinato moral se dio durante agitada sesión de la
Comisión de Paz del Congreso presidida por Roy Barreras, cuyo propósito era
instruir al presidente del Senado, Ernesto Macías, a que remitiera a la Corte
Constitucional las objeciones del presidente Duque a la Ley Estatutaria de la
(JEP). El debate terminó en zambra cuando Paloma Valencia, armada de toda su
artillería verbal de guerra, pidió que le dieran “el mismo tiempo que se le dio al narcoterrorista Pablo Catatumbo”. Después de que el fango repartido
por el Centro Democrático salpicó hasta las paredes del recinto, el uribismo
logró el objetivo propuesto: evitar que prosperara la proposición de Roy Barreras. En síntesis, doña Paloma “mató” la sesión y así logró restarle fuerzas a
la JEP. (Ver
noticia).
Hay otra clase de asesinato moral a la cual estoy obligado a
referirme, porque de él soy víctima en mi trabajo como columnista. Desde hace
casi dos años recibo en mi columna de Elespectador.com la ‘visita' todos los
miércoles, muy de madrugada, de un forista que se identifica como rdarioe54_21197. Hubo un tiempo en que eran hasta divertidos
sus insultos, recurrentes en ingeniosos epítetos como “zascandil, zurullo, ceporro,
cenutrio, coprófago, gaznápiro, mequetrefe”. Hasta ahí, tolerancia con el
detractor.
Pero de otro tiempo para acá se ha dedicado muy juiciosamente, semana
tras semana, a reproducir el enlace de un artículo de Ernesto Yamhure en Losirreverentes.com donde afirma que un hermano mío (de los siete que tengo), “Francisco Javier Gómez Pinilla, quien es
médico, cargaba mujeres con cocaína e integraba una organización criminal
dedicada al tráfico hacia Estados Unidos. La red delincuencial reclutaba
mujeres que eran introducidas a la fuerza en un quirófano en el que Gómez
Pinilla las sometía a una brutal cirugía para cargar distintas partes de su
cuerpo con cocaína”.
Este prolongado asesinato moral ‘gota a gota’ tiene que parar algún
día, y en tal medida debo contar por enésima vez que el origen del libelo
se remonta a julio de 2016, cuando publiqué un trino donde demostré que Yamhure
fue beneficiado por el gobierno de Uribe con unos contratos para él y José Obdulio
Gaviria, en pago por su propaganda a favor del régimen (ver trino).
Yamhure en retaliación sacó a relucir la situación de mi pariente,
quien sí es médico y sí estuvo preso por un asunto cuya pena pagó hace más de
20 años, pero nada tiene que ver con barrigas abiertas a la fuerza para ser
rellenadas con cocaína, según expliqué en columna titulada Línea directa con la infamia. Allí se lee que “no existe el delito
de consanguinidad y Yamhure lo sabe, pero se le ha ocurrido que en mi caso sí.
Por tal motivo, es pertinente preguntarle si dicha presunción de culpa cobija
también al expresidente Álvaro Uribe por cuenta de su hermano Santiago, también
preso, y no por coca sino por comandar un grupo paramilitar autor de múltiples homicidios”. (Ver
columna).
Por la diferencia de horario
entre Miami y Bogotá he llegado a sospechar que el tal rdarioe54_21197 es el
mismo Ernesto Yamhure, pues no se entiende que todos los miércoles desde antes
de que salga el sol alguien en Colombia se tome el trabajo de despertarse
exclusivamente a atacarme, si no es porque se trata del mismo autor del
artículo que a una hora más razonable –desde Miami- arremete contra el
suscrito. No puedo probar que sea Yamhure, pero repasen todas mis columnas
entre el 5 de diciembre de 2107 y el miércoles pasado, absolutamente todas, y
ahí encontrarán a mi fiel matón de madrugada, “centinela implacable de su amor
asesino” (parodiando ahora a Neruda), como nunca antes se había visto en la
historia del periodismo.
DE REMATE: Hay un cuento de Julio Cortázar que viene a mi mente con
inusitada frecuencia desde el día en que Iván asumió la Presidencia de la
República: Casa
tomada.
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