Esta crónica fue publicada en El
Tiempo el sábado 15 de febrero de 1997, página 5A.
Cara o sello, vivir o morir:
son las dos únicas posibilidades matemáticas que el azar le ofrece a quien,
atrapado y condenado a permanecer en la barriga de un avión cuyo tren de aterrizaje se niega a descender, sabe
que en los próximos segundos el capitán intentará un aterrizaje de emergencia.
Eran las 4:25 de la tarde
del viernes 7 de febrero de 1997. Después de un vuelo de 35 minutos desde Bucaramanga
sin el más mínimo contratiempo, con cielo azul profundo y nubes de algodón, el
avión DC 9 de Aero República matrícula HK-3906 comenzó a descender sobre la sabana de Bogotá. Yo era uno de sus
26 ocupantes. Venía de Girón (Santander), a donde había viajado ocho días atrás
en plan de retiro espiritual, y de vuelta llevaba la intención de escribir
sobre el descuido en que tienen a este Monumento Nacional. Los apuntes hablaban
de calles en piedra cubiertas de papeles, porque no hay dónde botarlos; del grafito
en aerosol que adorna hace meses la entrada a la capilla de Las Nieves, joya
colonial del siglo XVII; de las temibles gitanas que merodean las escalinatas
de la iglesia del Señor de los Milagros, en busca de incautos; de la camioneta
de la Alcaldía
que a punta de megáfono despertaba cada mañana a los habitantes de la zona
histórica, para recordarles el pago oportuno del impuesto predial unificado. Lo
que no sabía, era que la verdadera historia estaba a punto de desplegar sus
alas.
El avión descendía vertiginoso
hacia la pista de aterrizaje, cuando a una altura no superior a los trescientos
metros repotenció sus motores, aumentó la velocidad y ascendió
precipitadamente, dejando atrás el aeropuerto Eldorado. Las miradas de los
pasajeros se cruzaron, en busca de una explicación a tan brusco viraje. De la
fila 10 para atrás el avión permanecía vacío, a excepción de una azafata
solitaria en el puesto 13A con cara de no me dejo preocupar. Hacia ella me
dirigí. La pregunta de rigor, (“¿qué está pasando?”), encontró una amable
aunque poco convincente respuesta de rigor: “Hay mucho tráfico aéreo; debemos
esperar”.
Minutos antes la había visto
acariciar con deleite la cabecita de un bebé, cuando aún no se reportaba
peligro. “¿Le gustan los niños, verdad?”, pregunté, para ganar su confianza,
con un fin perfectamente lícito: obtener información. Me contó que tenía un
hijo de cuatro años, que llevaba un mes como azafata, que se llamaba María
Fernanda y que, efectivamente, el problema no era de tráfico aéreo. Una señal
en la cabina de mando indicaba que la llanta delantera del avión o “tren de
nariz” no había descendido, pero en realidad sí; lo que fallaba (según ella)
era un bombillo.
Camino al baño, para atender
una necesidad repentina, recordé que el
día anterior había visitado a una vidente, de nombre Alix (sic), por invitación de un familiar. Ésta, después de
pronosticar un terremoto que asolaría a una gran ciudad colombiana, me había
despedido con estas palabras: “encomiéndese a la Virgen María ”. Ni corto ni perezoso, aunque en la posición y
el sitio menos indicados, este cronista se encomendó por primera vez en muchos
lustros a la Virgen
del Perpetuo Socorro. (Parecía la más indicada).
En el costado opuesto a mi
asiento viajaba Alberto Pallares, ingeniero civil residente en Barrancabermeja,
quien advirtió que el avión llevaba más de media hora volando en círculos sobre
Ambalema y que “ese río es el Magdalena”. Cuando le transmití la información
que había obtenido, su deducción fue la peor noticia que podré recibir este
año: “el capitán está quemando combustible para intentar un aterrizaje
forzoso”. Sentí un profundo mareo, que debió traducirse en palidez
extrema, y la desagradable impresión de
ser un cadáver en potencia. Un pre cadáver, mejor dicho. Se lo conté a la bella
azafata, pero sonó como haciéndome el chistoso. Ella, exhibiendo un humor negro
aún más refinado, me siguió el juego: “mientras el capitán no ordene apretar
con los dientes un documento de identificación, significa que no hay peligro”.
- ¿Y para qué el
documento? -pregunté (caí), ingenuo.
- Para identificar los cuerpos, por supuesto.
A las 5 y 32 minutos de la
tarde, casi una hora después de declarada la emergencia en tierra, el capitán
de la nave, Germán Flórez, se dirigió a los pasajeros para confirmar lo que
algunos, no más de tres, ya sabíamos: que estábamos sobre Ambalema, que se
había presentado un inconveniente técnico en el tren de nariz -supuestamente ya
superado- y que “para mayor seguridad pasaremos frente a la torre de control y
luego procederemos al aterrizaje”. La voz del capitán inspiraba confianza.
Recordé (en esos momentos sólo
queda recordar) que en el maletín de mano llevaba una cámara Kodak. Vi al
ingeniero Pallares en actitud de fervorosa oración, agachado, con las manos
cubriendo su cara y los codos sobre sus piernas recogidas, y obturé. Había
olvidado activar el flash. Apunté entonces hacia la cabina de mando, pero sólo
registraba occipitales de difícil identificación. Viré hacia el fondo 180
grados y descubrí el rostro, siempre sonriente, de María Fernanda. Obturé, esta
vez con éxito.
Diez minutos después del primer
mensaje, el capitán se dirigió de nuevo a los pasajeros: “Nos acaban de
informar desde la torre de control que el tren delantero se encuentra en
óptimas condiciones, por lo cual procederemos al aterrizaje. Solicitamos
abrochar sus cinturones y mantener en posición vertical el espaldar de sus
sillas”. La versión que se obtenía desde la ventanilla difería por completo de
la del capitán: en cada intersección de la pista había apostadas máquinas de
bomberos amarillo verdosas, y a lado y lado hombres enfundados en brillantes
trajes de asbesto y operarios con mangueras que al paso del avión buscaban
algo, ansiosos, bajo el fuselaje.
El ingeniero Pallares recogió
sus brazos entre las piernas y acomodó la cabeza en el ángulo que formaban las
rodillas juntas, como experimentado aeronauta. Fue quizás el único que asumió
esta posición, sin que nadie lo hubiese ordenado o sugerido. Quise hacer lo
mismo, pero algo fallaba. Imaginé mi cabeza estrellándose contra cada uno de
los asientos delanteros en el momento del estrépito, por lo que el instinto me
ordenó lanzar las piernas contra la
silla del frente, para resistir el impacto.
No faltaba siquiera un metro
para aterrizar pero seguíamos en el aire, a una velocidad endiablada. Por fin
las llantas traseras tocaron pista y se deslizaron sin tropiezo los primeros
doscientos metros. Creímos entonces (creí) que la versión del capitán era la
acertada. Pero no. La nave inclinó su cerviz y se fue de bruces sobre el
pavimento, provocando una vibración sostenida que se sentía hasta en los
dientes. Era como tratar de controlar un Fórmula 1 en plena carrera de
Indianápolis, con el timón descompuesto y las llantas delanteras pinchadas.
Arrastrados sin compasión sobre la pista, no sabíamos qué ocurriría un segundo
después. Cualquier cosa podía fallar, incluso el corazón. Del vientre de la
nave salían chispas de fundición, las máquinas de bomberos bañaban la pista de
espuma, los bomberos regaban el fuselaje
con bienhechor rocío.
Cuando el avión por fin se
detuvo, no se veía nada hacia el exterior; ni humo ni llamas, porque las
ventanillas estaban empapadas de agua y espuma. Los auxiliares de vuelo
intentaron abrir las puertas de emergencia que expulsaban los deslizadores,
pero no funcionaron. Esto obligó a que la evacuación se hiciera por la puerta
delantera, con la efectiva ayuda de los bomberos en sus trajes de astronautas,
más nerviosos que los mismos ocupantes, como se aprecia en la penúltima foto
que alcancé a tomar, antes de que se acabara el rollo. La última fue un plano
general del avión, nariz en tierra, bajo el gris cielo bogotano de las 5 y 46
minutos de esa tarde fatídica.
¿Por qué no hubo escenas de
pánico, llanto o histeria durante la emergencia? Sin lugar a dudas por el
ejemplar comportamiento de la tripulación, sumado a la pericia del piloto y su
primer auxiliar de vuelo, Fabio Munévar. Pero ello no excluye otros
interrogantes: Si la falla fue mecánica ¿quién tuvo la culpa? ¿Pudo haber un
descuido en el mantenimiento? ¿Por qué además del “tren de nariz” tampoco se
abrieron las puertas de emergencia ni los deslizadores? ¿Cuántos años de uso u
horas de vuelo tenía (o tiene) el HK-3906 de AeroRepública? ¿Habrá una investigación y en caso tal, cuándo se
conocerán los resultados y los responsables?
Por último: ¿quién paga la
cuenta del psicólogo mientras nos subimos a otro avión?
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