En el espinoso asunto de la identidad sexual siempre he creído que un
gay no se hace por influencia del medio ambiente o por pertenecer a una familia
disfuncional. La persona homosexual nace así, llega un momento de su vida en
que descubre que le atraen los (o las) de su mismo sexo. No es que prefiera o
se decida por esa opción, es que así nació, del mismo modo que a un blanco no
le puede dar por ser negro ni a un bajito por ser alto.
El tema lo he conocido de cerca no porque yo sea gay, sino porque
durante mi adolescencia estuve varios años recluido como interno en un
seminario y nunca fui ‘contagiado’, pese a que había muchos ‘maricas’, incluidos
algunas curas, por supuesto. Pero siempre he tenido claro mi gusto -y enhiesta
admiración- por las mujeres.
Ese contacto cercano con personas de condición homosexual me enseñó a
respetarlos y a entender por qué muchos de ellos preferían estudiar en un
seminario o hacerse sacerdotes, no necesariamente por vocación religiosa sino
porque era el ambiente propicio en parte para camuflar su tendencia, y en parte
para relacionarse con sus pares. En mi caso tuvo que ver con una decisión
familiar inapelable, y no es pertinente ahondar al respecto.
Pero hay algo que sí demanda la atención de las mismas comunidades
religiosas que el pasado miércoles 10 de agosto movilizaron a miles de personas
en todo el país contra una ministra gay, y se relaciona con la proliferación de
abusadores y pedófilos en las propias filas de la Iglesia Católica.
En el seminario menor San Pedro Claver de Barrancabermeja donde estudié
tres años con salida a la casa solamente los domingos, fueron muchas las cosas
que mis escandalizados ojos vieron, y que espero contar un día en la novela de mi
vida. Hoy he de referirme a un suceso en particular, una tarde en la rectoría
de ese claustro.
El cura rector me citó en su despacho para decirme con cara de fingida
preocupación que había notado que yo me tocaba “ahí”, señalando la pretina del
pantalón. Me extrañó la pregunta, pues en un medio donde abundaba la gente
costeña (Barranca es más caribe que santandereana) y a esa edad, tocarse ahí se
entendía como signo de masculinidad. Para salir del atolladero le dije que
debía ser que los calzoncillos me apretaban, pero lo que hizo fue dejar el
costado del escritorio donde se hallaba y acercarse a mí.
Yo estaba de pie y él, vestido de autoritaria sotana blanca, se agachó
y me dijo que cuando comprara ropa interior procurase que no me quedara
apretada “aquí”, y diciendo esto dejó caer su mano derecha sobre el lugar del
pantalón que ocupaba mi entrepierna. “Es importante que en este punto te queden
flojos”, dijo, y mi respuesta a sus ojos cargados de lascivia fue que salí
atropelladamente de la rectoría tras prometerle que la próxima vez iba a
comprar calzoncillos más holgados.
El cumplimiento de mi promesa consistió en contarle a alguien de mi
familia lo ocurrido, y como consecuencia cambiaron al rector, y unos años
después viviendo ya en Bogotá supe por El Tiempo que a un cura con el mismo
nombre y apellido –Carlos Lara, de los Lara de Cali- quisieron lincharlo en una
parroquia de Ciudad Kennedy por haber intentado abusar de un menor.
La estancia en ese seminario me sirvió para constatar que entre los curas
hay mucho gay, y que algunos de ellos son abusadores, y es gente de la que los
padres católicos (papás, quiero decir) deben proteger a sus hijos. Pero sirvió
también para comprender que homosexual
no es sinónimo de violador o pervertido, pues compartí aula o construí
amistades con compañeros escolares gais en condiciones de respeto y mutua valoración,
hombres y mujeres. Incluso tengo dos amigas que son pareja, y se aman con un
amor tan tierno que envidiaría cualquier heterosexual, y ellas dicen que supieron
que iban a ser la una para la otra desde que se conocieron, siendo muy niñas.
La más extravagante paradoja en torno a la marcha contra la ministra Gina
Parody reside en que fue impulsada desde los púlpitos de una Iglesia Católica
entre cuyos miembros hay abusadores en cantidades alarmantes (remember Spotlight), motivo por el
cual deberían declararse moralmente impedidos –y avergonzados- para emitir
cualquier opinión u orientación al respecto. Además, ¿en defensa de cuáles
valores de la familia tradicional pueden hablar si a ellos por norma de
celibato, que a su vez fomenta la pederastia, les está prohibido constituir una
familia?
Es conveniente por tanto que la Iglesia ponga a remojar sus barbas en
el tema de la homosexualidad, pero sobre todo es imperativo que evalúe con
espíritu autocrítico el modo en que fue utilizada por un proyecto político
contra la paz y la reconciliación de los colombianos, hábilmente orquestado y
manipulado por fuerzas oscuras. El país se tiñó de intolerancia, imperó el
matoneo de todas las formas posibles contra la ministra y contra la población
gay: “prefiero un hijo muerto que marica” (ver letrero). Mi interpretación
–muy personal- es que la extrema derecha con Alejandro Ordóñez a la cabeza le
bajó los calzones a la Iglesia y, sin vaselina, abusó de su nobleza.
Manipularon las emociones básicas de sus ‘rebaños’, los sacaron
enardecidos a las calles, aplicaron la consigna del ministro de la Propaganda nazi,
Joseph Goebbels: “individualizar al adversario en un único enemigo” (la
ministra gay), sembrar el miedo (al contagio en este caso) y recoger como
cosecha una buena cantidad de votos ‘cristianos’ contra el plebiscito del
gobierno que nos quiere volver maricas a los niños…
A esa misma Iglesia que se dejó usar para tan perverso propósito político,
le corresponde ahora reivindicarse con el mandamiento del amor al prójimo, en
pro de la reconciliación nacional. Ello se traduce entonces en que utilice esos
mismos púlpitos para evitar que se siga confundiendo a la población con
mensajes de odio, en últimas dirigidos a desestabilizar el gobierno de Juan
Manuel Santos y regresar la guerrilla al monte, el único lugar donde la quieren
ver. (Vea
aquí declaraciones del cardenal Rubén Salazar, arrepentido de su apoyo a la
marcha).
MORALEJA Y CONCLUSIÓN: Si la Iglesia Católica y demás congregaciones
practicantes de la caridad cristiana quieren de verdad contribuir a que haya
paz, podrían comenzar por quitarle la tilde a la palabra AMÉN.
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