martes, 16 de agosto de 2016

Hablemos de abusadores


En el espinoso asunto de la identidad sexual siempre he creído que un gay no se hace por influencia del medio ambiente o por pertenecer a una familia disfuncional. La persona homosexual nace así, llega un momento de su vida en que descubre que le atraen los (o las) de su mismo sexo. No es que prefiera o se decida por esa opción, es que así nació, del mismo modo que a un blanco no le puede dar por ser negro ni a un bajito por ser alto.

El tema lo he conocido de cerca no porque yo sea gay, sino porque durante mi adolescencia estuve varios años recluido como interno en un seminario y nunca fui ‘contagiado’, pese a que había muchos ‘maricas’, incluidos algunas curas, por supuesto. Pero siempre he tenido claro mi gusto -y enhiesta admiración- por las mujeres.

Ese contacto cercano con personas de condición homosexual me enseñó a respetarlos y a entender por qué muchos de ellos preferían estudiar en un seminario o hacerse sacerdotes, no necesariamente por vocación religiosa sino porque era el ambiente propicio en parte para camuflar su tendencia, y en parte para relacionarse con sus pares. En mi caso tuvo que ver con una decisión familiar inapelable, y no es pertinente ahondar al respecto.

Pero hay algo que sí demanda la atención de las mismas comunidades religiosas que el pasado miércoles 10 de agosto movilizaron a miles de personas en todo el país contra una ministra gay, y se relaciona con la proliferación de abusadores y pedófilos en las propias filas de la Iglesia Católica.

En el seminario menor San Pedro Claver de Barrancabermeja donde estudié tres años con salida a la casa solamente los domingos, fueron muchas las cosas que mis escandalizados ojos vieron, y que espero contar un día en la novela de mi vida. Hoy he de referirme a un suceso en particular, una tarde en la rectoría de ese claustro.

El cura rector me citó en su despacho para decirme con cara de fingida preocupación que había notado que yo me tocaba “ahí”, señalando la pretina del pantalón. Me extrañó la pregunta, pues en un medio donde abundaba la gente costeña (Barranca es más caribe que santandereana) y a esa edad, tocarse ahí se entendía como signo de masculinidad. Para salir del atolladero le dije que debía ser que los calzoncillos me apretaban, pero lo que hizo fue dejar el costado del escritorio donde se hallaba y acercarse a mí.

Yo estaba de pie y él, vestido de autoritaria sotana blanca, se agachó y me dijo que cuando comprara ropa interior procurase que no me quedara apretada “aquí”, y diciendo esto dejó caer su mano derecha sobre el lugar del pantalón que ocupaba mi entrepierna. “Es importante que en este punto te queden flojos”, dijo, y mi respuesta a sus ojos cargados de lascivia fue que salí atropelladamente de la rectoría tras prometerle que la próxima vez iba a comprar calzoncillos más holgados.

El cumplimiento de mi promesa consistió en contarle a alguien de mi familia lo ocurrido, y como consecuencia cambiaron al rector, y unos años después viviendo ya en Bogotá supe por El Tiempo que a un cura con el mismo nombre y apellido –Carlos Lara, de los Lara de Cali- quisieron lincharlo en una parroquia de Ciudad Kennedy por haber intentado abusar de un menor.

La estancia en ese seminario me sirvió para constatar que entre los curas hay mucho gay, y que algunos de ellos son abusadores, y es gente de la que los padres católicos (papás, quiero decir) deben proteger a sus hijos. Pero sirvió también para comprender que homosexual no es sinónimo de violador o pervertido, pues compartí aula o construí amistades con compañeros escolares gais en condiciones de respeto y mutua valoración, hombres y mujeres. Incluso tengo dos amigas que son pareja, y se aman con un amor tan tierno que envidiaría cualquier heterosexual, y ellas dicen que supieron que iban a ser la una para la otra desde que se conocieron, siendo muy niñas.

La más extravagante paradoja en torno a la marcha contra la ministra Gina Parody reside en que fue impulsada desde los púlpitos de una Iglesia Católica entre cuyos miembros hay abusadores en cantidades alarmantes (remember Spotlight), motivo por el cual deberían declararse moralmente impedidos –y avergonzados- para emitir cualquier opinión u orientación al respecto. Además, ¿en defensa de cuáles valores de la familia tradicional pueden hablar si a ellos por norma de celibato, que a su vez fomenta la pederastia, les está prohibido constituir una familia?

Es conveniente por tanto que la Iglesia ponga a remojar sus barbas en el tema de la homosexualidad, pero sobre todo es imperativo que evalúe con espíritu autocrítico el modo en que fue utilizada por un proyecto político contra la paz y la reconciliación de los colombianos, hábilmente orquestado y manipulado por fuerzas oscuras. El país se tiñó de intolerancia, imperó el matoneo de todas las formas posibles contra la ministra y contra la población gay: “prefiero un hijo muerto que marica” (ver letrero). Mi interpretación –muy personal- es que la extrema derecha con Alejandro Ordóñez a la cabeza le bajó los calzones a la Iglesia y, sin vaselina, abusó de su nobleza.

Manipularon las emociones básicas de sus ‘rebaños’, los sacaron enardecidos a las calles, aplicaron la consigna del ministro de la Propaganda nazi, Joseph Goebbels: “individualizar al adversario en un único enemigo” (la ministra gay), sembrar el miedo (al contagio en este caso) y recoger como cosecha una buena cantidad de votos ‘cristianos’ contra el plebiscito del gobierno que nos quiere volver maricas a los niños…

A esa misma Iglesia que se dejó usar para tan perverso propósito político, le corresponde ahora reivindicarse con el mandamiento del amor al prójimo, en pro de la reconciliación nacional. Ello se traduce entonces en que utilice esos mismos púlpitos para evitar que se siga confundiendo a la población con mensajes de odio, en últimas dirigidos a desestabilizar el gobierno de Juan Manuel Santos y regresar la guerrilla al monte, el único lugar donde la quieren ver. (Vea aquí declaraciones del cardenal Rubén Salazar, arrepentido de su apoyo a la marcha).

MORALEJA Y CONCLUSIÓN: Si la Iglesia Católica y demás congregaciones practicantes de la caridad cristiana quieren de verdad contribuir a que haya paz, podrían comenzar por quitarle la tilde a la palabra AMÉN.

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