Compasión, vergüenza ajena y náusea moral es lo que produce ver en el
recinto sagrado de la democracia la recua de elegidos por arrastre –no por
mérito propio- que acompaña al senador Álvaro Uribe a todas partes, como
dóciles patitos siguiendo en patota todos los movimientos de la madre pata.
En toda agrupación política se debaten diferencias de opinión entre
sus miembros, y es esa sana dialéctica del debate interno la que les da lustre
y legitimidad a los partidos. Simón Gaviria, Juan Fernando Cristo y Piedad
Córdoba, por ejemplo, representan tres tendencias claramente identificables
dentro del Partido Liberal: derecha, centro e izquierda respectivamente. Pero,
¿qué pasará el día en que alguien de su bancada osare manifestar siquiera un
mínimo desacuerdo con el senador Uribe? Respuesta de Perogrullo: aténgase a las
consecuencias.
El disenso ante la majestad de “Yo, el supremo” es algo que nunca se
verá dentro del engañosamente llamado Centro Democrático. Allí el único centro
es el de la atención que el exmandatario demanda de todos sus áulicos, y no fue
democrático ni para escoger su candidato a la Presidencia, aunque entendiendo
de antemano el loable propósito que los animó a hacerle la encerrona a
Francisco Santos en la convención, para evitar que pudieran caer más bajo.
La bancada del CD ha anunciado que para sacarse el clavo por la avalancha
de acusaciones que llovió sobre Uribe (ni Mancuso se quedó por fuera), ahora
ellos organizarán el debate de la “Farcpolítica”, con la intención de demostrar
que los acusadores de su amo y señor son una partida de aliados de las FARC, en
un amplio espectro que cobija por igual al senador Iván Cepeda, al presidente Juan
Manuel Santos y a un medio “servil del terrorismo” como Canal Capital. Todos en
la misma cochada.
Esto se traduce en que el expresidente Uribe pretende graduar de
subversivo a todo aquel que difiera de su pensamiento, y en tal dirección le
cabe todo derecho de armar un debate en el Congreso, para demostrar sus
aseveraciones. Pero no sobra advertir la viga en el ojo, o lo que en sicología
se conoce como el “mecanismo de proyección”, consistente en que el paciente se
defiende atribuyendo a otras personas sus propios defectos o carencias.
Así como es un hecho inobjetable que su gobierno ha sido el más
cuestionado desde lo jurídico y lo penal en toda la historia de Colombia, que
sobre él se proyectan graves sombras como la de los ‘falsos positivos’ y que en
ocasiones se rodeó de la peor gentuza (Jorge Noguera, Mauricio Santoyo, Flavio
Buitrago o Salvador Arana, para solo mencionar reos), también es indudable que
desde que desde que Santos anunció el inicio de conversaciones de paz con la
más odiada némesis de Uribe, este emprendió una feroz campaña
desestabilizadora, de claro tinte subversivo.
No basta ir muy lejos para comprobar que durante la anterior campaña
el hacker Andrés Sepúlveda fue contratado para buscar información que pudiera
afectar el proceso de paz, y el video donde este aparece con el candidato Óscar
Iván Zuluaga lo muestra precisamente rindiéndole cuentas de la misión asignada,
bajo la consigna de que la mejor carta de triunfo electoral sería el fracaso de
las conversaciones de La Habana, del mismo modo que el fracaso de El Caguán fue
lo que catapultó a Uribe a la presidencia. Lo escandaloso en este caso es que
las investigaciones adelantadas por la Fiscalía apuntan a lo que sería el
entramado de una serie de organismos de inteligencia militares y policiales trabajando
desde la sala Andrómeda y desde otras instancias, diríase que en forma
coordinada, con el doble propósito de hacer fracasar el proceso de paz y
propiciar el triunfo del candidato títere de Uribe.
Como dijera León
Valencia en su última columna, el expresidente Uribe “no puede meterse en
una cruzada para dividir a la Fuerza Pública estableciendo relaciones
extrainstitucionales con sectores del Ejército y la Policía descontentos con el
proceso de paz”. No puede, pero lo hace, y la explicación de su atrabiliario
proceder la da el mismo Valencia cuando se refiere a que “abusa de su
influencia, de su poder y del temor que suscita”, del mismo modo que el
columnista Antonio
Caballero considera “sorprendente y grave que nada de todo esto haya tenido
consecuencias judiciales”.
En el debate del pasado miércoles 17 la senadora Paloma Valencia dijo
en tono energúmeno que “los que militamos al lado del presidente (sic) Uribe no
somos un grupo de criminales o de bandidos”. Eso puede ser cierto, pero no es
el punto en discusión. En columnas anteriores me he referido a la Mano Negra como
a “una organización clandestina de ultraderecha, compuesta por determinado
número de miembros que se reúnen si la ocasión lo justifica pero evitan
hacerlo, y realizan acciones acordes con su ideario ideológico y político”. Y si
algún ‘éxito’ pudiera atribuírsele a esta organización, fue la consolidación
territorial de los grupos paramilitares que sembraron por toda la geografía
nacional, acordes con el propósito de frenar el accionar guerrillero y “refundar
la patria”.
Bienvenido pues el debate de la Farcpolítica, de modo que puedan ser acusados
con pruebas y sin falsos carteles de testigos (como el que le montaron a
Sigifredo López) los políticos que tengan algún tipo de vínculo con la
guerrilla. Pero ante esta cacería de brujas que pretende reactivar la extrema
derecha en acto de retaliación, conviene preguntarse si no será que quieren
hacernos olvidar lo que se atrevió a afirmar la corajuda Claudia López en el
debate de marras: que Uribe fue el primer paramilitar que “coronó la
Presidencia”.
DE REMATE: Que el más
lacayo de todo el combo, Pachito Santos, diga que “si llegan a ponerle un dedo
a Uribe se incendia este país”, eso también es subversivo. Es un llamado a
desestabilizar las instituciones en caso de que opere la justicia.
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