La importancia del fallo del Consejo de Estado que le devolvió la
dignidad y sus derechos políticos al exalcalde de Medellín Alonso Salazar,
radica en que delata la verdadera motivación que tuvo el procurador Alejandro
Ordóñez al condenarlo a 12 años de ostracismo político, como ya lo han
advertido otros columnistas: para perpetrarle un ‘castigo divino’ por haber
querido crear una clínica que ayudaría a las mujeres a abortar en condiciones
seguras, bajo los tres atenuantes permitidos por la Corte Constitucional:
violación, malformación del feto o peligro para la vida de la madre.
El Consejo de Estado determinó que fue un fallo “desproporcionado”,
pero se quedó corto en su sentencia, pues lo que se debe determinar es si
Ordóñez reúne las mínimas condiciones requeridas para el desempeño de sus
funciones, y en caso de que la respuesta sea negativa, adoptar las medidas que
correspondan para retirarlo del cargo.
La pregunta de fondo es: ¿puede un hombre verticalista, psicorrígido, intolerante
y fanático administrar justicia, a sabiendas de que la imposición amañada de su
credo religioso sobre el ámbito administrativo perjudica la buena marcha de las
instituciones democráticas, como se vio hasta la saciedad en el caso Petro? Y
el interrogante consecuente es: ¿puede el Consejo de Estado, en su condición de
organismo de control inmediato sobre dicho funcionario, separarlo del puesto o
pedirle la renuncia?
Lo de la oposición furibunda de Ordóñez al aborto no se puede
soslayar, pues se trata de una misión en apariencia noble, como es la defensa
de la vida. Pero si de defensa de la vida se ha de hablar, una cruel
contraparte se manifiesta en su indiferencia o desprecio hacia los miles de
jóvenes cuyas vidas fueron segadas por unidades militares para inflar las
cifras de bajas y estimular a la tropa. El procurador es partidario de conceder
beneficios judiciales a los autores de los mal llamados ‘falsos positivos’,
mediante la calificación de estos delitos no como de lesa humanidad, sino como “crímenes
de guerra”. En este contexto, hasta el holocausto nazi sobre los judíos
clasifica como crimen de guerra.
Este funcionario embebido de un poder inquisitorial no se apiada de la
mujer violada que clama para que no la obliguen a tener el hijo de su violador,
ni de la madre que sabe que su vida peligra si llega hasta el parto, ni de la
que no quiere tener un hijo deforme, pero sí se apiada de los asesinos que
ejecutaron a más de 4.000 jóvenes inocentes, y cuyas vidas al parecer tienen
menor valor que el de un simple embrión malformado o engendrado en una
violación.
La diferencia entre uno y otro caso es que el primero tiene su origen
en un precepto religioso (“no al aborto bajo ninguna circunstancia”), mientras
el segundo está ligado a una cosmovisión derechista que parte del precepto de
cerrar filas en torno a unos principios autoritarios, de clara inspiración
franquista, donde la derrota del enemigo en lo militar, en lo político y en lo
religioso está por encima de cualquier consideración humanitaria.
Enemigos son por igual Alonso Salazar con su proyecto supuestamente demoníaco
de “montar una fábrica de abortos”, como Gustavo Petro con las mismas ideas del
anterior y con el agravante de que este último ‘dio papaya’ en el tema de las
basuras, cuyo manejo improvisado fue el pretexto que como caído del cielo
esperaba Ordóñez (y la godarria nacional, todos a una) para asestarle también
su baculazo.
Lo llamativo es que esos enemigos fueron identificados por Ordóñez desde
su tesis de grado, dedicada “A nuestra señora la Virgen María… suplicándole la
restauración del orden cristiano y el aplastamiento del comunismo ateo”. Nadie
sensato o prudente se percató de que esa precoz y arrebatada manifestación de
fe era ya señal de que el muchacho venía con una desviación, y en lugar de que
ese carácter obsesivo compulsivo –también manifiesto en una famosa quema de
libros- pudiera ser un impedimento para triunfar, le abrió todo tipo de puertas
hasta encaramarlo a una posición dominante, desde la que hoy contempla el
reverencial temor que le tiene hasta el mismísimo presidente de la República,
según desleal versión propalada por Angelino Garzón.
Lo tragicómico del asunto es que el procurador está perjudicando
incluso a sus aliados políticos, pues la destitución se le devolvió como un
bumerán cuando catapultó a Petro a la categoría de mártir. Ordóñez quiso
aplicarle la mancha de Caín durante 15 años, pero lo que consiguió fue crecer
políticamente a su pretendida víctima: el alcalde quedó marcado, sí, pero como
el gran damnificado de una evidente injusticia. Quizá si el procurador hubiera
dejado que el alcalde terminara el periodo para el que fue elegido, su aparente
incapacidad para gerenciar hubiera terminado por darles la razón a críticos y
opositores.
Pero no: llevado por su abominación hacia todo lo que le huele a
pecado y comunismo, hoy tanto él como las instituciones que dice representar
pagan las consecuencias de su ceguera, de su torpeza política, de su fanatismo en
la toma de decisiones.
Es aquí donde se debe centrar el meollo del análisis, pues si al
procurador se le nubla la conciencia cuando cree que administrar justicia es
castigar o imponer penitencia celestial a quienes son contrarios a sus ideas
religiosas o a su particular cosmovisión autoritaria, es porque no se halla en
capacidad racional de ejercer sus funciones con ponderación y ecuanimidad, y
por tanto debería buscarse el modo –mediante mensaje de urgencia- de retirarlo
de su cargo.
Twitter: @Jorgomezpinilla
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