Una de las cosas más extraordinarias que ocurrieron en mi vida como
periodista fue haber conocido personalmente a Gabriel García Márquez y
conversado con él, así el desenlace no hubiera sido el esperado. Es una
historia que ya conté años atrás, pero la muerte de quien sin duda fue mi más
grande maestro convierte hoy en obligación el relato de aquel suceso.
Todo comenzó a mediados de septiembre de 1977, en la sala de redacción
de la revista Alternativa en Bogotá, durante los días previos a la firma del
tratado para la devolución del Canal de Panamá. Yo era estudiante de
Comunicación Social de último semestre de la universidad Jorge Tadeo Lozano y
fui convocado por Enrique Santos Calderón, en cuyas manos cayó un ejemplar de
Taller, periódico de prácticas académicas dirigido por Jairo Aníbal Niño, quien
acababa de ganar el Premio Enka de Literatura Infantil con su novela Zoro.
Santos leyó un reportaje mío titulado El vía crucis de Barrancabermeja y, para
resumir, comencé a trabajar al día siguiente.
Tres semanas después, una tarde de octubre vi cómo el escritor vivo a
quien más admiraba descendía de un vehículo rojo que había puesto a su
disposición la embajada de Cuba y avanzaba hacia mí sin contemplaciones, y al
momento de juntar su mano con la mía exclamaba:
- ¡Qué cantidad de gente joven en esta revista!
El escritor siguió apareciendo de cuando en cuando por la redacción de
Alternativa, solo o con Mercedes, y se quedaba revisando artículos de los
redactores o bebiendo ron hasta altas horas de la noche con Enrique, Antonio
Caballero, Jorge Restrepo y otros, para no alargar el séquito. Uno de esos días
saqué arrestos de la timidez que siempre tuve, decidido a no dejar escapar esa
primera oportunidad sobre la Tierra. Fue así que le pedí una entrevista para el
Taller de la Tadeo, y le entregué un ejemplar cuya portada estaba dedicada
precisamente a la devolución del Canal, por su importancia histórica.
Gabo (perdonarán la confianza, pero así le decíamos) venía de pasar
una experiencia amarga con la revista El Manifiesto, porque ésta en un arrebato
de originalidad le había publicado una extensa conversación al pie de la letra,
sin edición alguna, de modo que parecía que al personaje se le había olvidado
expresarse en forma coherente. Pero eso no fue óbice para que me pidiera un
cuestionario, el cual, según dijo, habría de contestar cuando tuviera tiempo.
Juro que vi rodar una lágrima por las mejillas del ‘profe’ Jairo
Aníbal cuando le di la noticia de la entrevista con el más grande. En medio de
la euforia, los alumnos que integrábamos la especialidad de Prensa quedamos con
la tarea de traer para el día siguiente un mínimo de diez preguntas cada uno.
Algunos se excedieron, de modo que un primer intento rondó las cien, pero luego
de un ingente esfuerzo de síntesis quedó reducido a 37, muy inferior a la mitad
menos uno del principio, por lo cual nos pareció una cantidad adecuada a tan
sublime ocasión.
Menos de 48 horas después de dar el sí, le entregué el cuestionario a
Gabo. El futuro Nobel se seguía asomando por la redacción de Alternativa,
atento al desarrollo de las conversaciones entre Carter y Torrijos, mientras en
la Tadeo todos estábamos a la espera. Pero de aquello, nada. Hasta que un día,
vencido ya por la zozobra, de nuevo lo abordé y le pregunté por la entrevista.
Gabriel García Márquez –lo recuerdo como si hubiera sido ayer- se
separó de una conversación que sostenía con Caballero, avanzó hacia mí, elevó
su mano derecha formando un perfecto semicírculo y en sagrado ritual la dejó
posar sobre mi hombro izquierdo, mientras decía con sonoro acento caribe:
- El problema, Jorge, es que el día en que por fin logre contestar ese
sartal de preguntas, me quedaré sin tema para escribir por el resto de mi vida.
En ese instante comprendí que para un hombre tan famoso y lleno de
ocupaciones como él, 37 preguntas eran en efecto un exabrupto periodístico,
cuya inspiración en últimas fue una frase de Mayo del 68 citada por el propio Jairo
Aníbal: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. En medio de la confusión solo
acerté a decirle que respondiera las que quisiera, pero en la mirada indulgente
del escritor vislumbré que todo estaba ya perdido.
Así fue, porque justo al día siguiente voló a Ciudad de Panamá para
acompañar a su amigo el general Omar Torrijos a Washington a la firma del
Tratado del Canal, y de allí regresó a su casa en Ciudad de México, y el título
que Jairo Aníbal Niño le puso al episodio fue “La crisis de la desmesura”.
Esta se constituyó en mi más grande frustración periodística, pero
dije arriba que él fue mi más grande maestro, y ello obedece a que fui
depositario de una enseñanza que siempre he procurado aplicar. Uno de esos días
escogió al azar varios textos para su revisión, y entre esos se coló una
crónica mía sobre la revolución cubana, donde decía de entrada que “si en Cuba
no hubiera tanto sol, tanto ron y tanto son, Fidel Castro no llevaría tantos
años en el poder”. Después de leerla Gabo se acercó hasta mi escritorio y me
dijo que le parecía acertado ese lead, pero sentenció: “le falta poder de
síntesis. Mi recomendación es que pongas el texto en salmuera y luego analices
qué le sobra”.
Y termino aquí el relato porque luego dirán ustedes que cómo así, que
entonces dónde quedó el poder de síntesis.
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