En días recientes, durante visita
realizada a San Vicente de Chucurí, Santander, encontré la placa conmemorativa
de una obra que llamó mi atención y hoy suscita varias reflexiones. (Ver foto).
Se trataba de la remodelación del
parque principal de ese municipio, ni siquiera de su construcción, y ahí se
lee: “Esta gran obra es entregada a los santandereanos en el Gobierno de la
Gente, Richard Aguilar Villa”. Para empezar, ¿cómo así que gran obra? ¿Se trata
acaso de la construcción de una hidroeléctrica o de una autopista 4G? No, fue
que remodelaron un parquecito.
Lo segundo, el nombre del que
quiere pasar a la posteridad, Richard Aguilar Villa, hoy cobijado por orden de
detención carcelaria mientras se le juzga por actos de corrupción, mientras que
la condición jurídica de su padre el exgobernador Hugo Aguilar es aún más delicada,
pues fue condenado a nueve años de prisión por la Corte Suprema de Justicia por
pertenencia a un grupo paramilitar, el Bloque Central Bolívar (BCB) para más
señas.
Pero usted va caminando por
cualquier pueblo turístico de Santander y encuentra a su paso la más variopinta
procesión de placas conmemorativas de “grandes obras” de padre e hijo, el
primero condenado por la justicia y el segundo en condición sub judice mientras
se dicta la sentencia.
Y usted se acuerda de fallo reciente
del Juez 15 Administrativo de Bucaramanga a favor de una acción de cumplimiento
interpuesta por el ciudadano James Steve Cañizales Serrano, quien pedía el
retiro de una placa conmemorativa de Richard Aguilar instalada en la base de la
estatua del Cerro El Santísimo, en Floridablanca. (Ver
noticia). Cañizales logró que la retiraran, en acatamiento a que está
prohibido “instalar monumentos o placas públicas destinadas a recordar la
participación de los funcionarios en la construcción de obras públicas, a menos
que así lo disponga una ley del Congreso”.
Lo ocurrido en Santander tendría
una doble consecuencia, pues no solo contravienen la norma al dejar en piedra o
metal indeleble mensajes de corte politiquero, sino que los autores de esas
placas se hallan en una condición jurídica que obligaría a su retiro o al menos
lo justificaría.
Mucho se ha denigrado de los
supuestos actos vandálicos en los que habrían incurrido las personas que han
derribado estatuas de conquistadores como Sebastián de Belalcázar, a quien
antes del derribamiento le hicieron un juicio simbólico donde se le declaró culpable
de genocidio, apropiación de tierras y despojo.
Transido por ese mismo
sentimiento de indignación, el suscrito columnista quizá cayó también en una
especie de vandalismo intelectual cuando propuso que “Derriben la estatua de
Aguilar” (ver
columna), en referencia a que el Parque Nacional del Chicamocha -Panachi-
exhibía para nacionales y extranjeros el busto de un reo de la justicia, Hugo
Heliodoro Aguilar Naranjo, cuya pena no había acabado de cumplir.
Es probable que hoy ese busto
adorne el patio trasero de alguna de las casas que posee, que es donde le
corresponde estar, pero la discusión es otra.
Se trata es de juzgar la validez
o no de ordenar el retiro de las placas que tanto en Santander como en
cualquier lugar de la geografía nacional “adornen” toda obra cuyo autor
pretenda perpetuarse en la memoria de su pueblo, pero se halle ante la justicia
en condición de condenado o de enjuiciado, o sea sub judice.
Me atrevo a pensar que serían
decenas las que habría que retirar en Santander, incluidas las del tercer
vástago de la saga Aguilar, el buen muchacho Nerthink Mauricio, hoy gobernador
no encausado pero sí bajo sospecha y quien con toda seguridad ya lleva en su
haber varias placas “de su cosecha”.
¿Qué tal entonces si en cada
departamento o en cada municipio les diera por crear brigadas encargadas del
retiro -por no decir derribamiento- de dichas placas, a todas luces ilegales?
Sería una contribución que se le haría a un justo devenir de la historia, y
tendría además respaldo jurídico, pues la ley las prohíbe.
Habría que pensar además en la
utilidad económica que tendría para recicladores y chatarreros de todo el país,
dependiendo del material a desprender, metal o piedra.
Es más, si en Bogotá se me
pidiera integrar una brigada cuya tarea fuera retirar -o derribar- la placa en
mármol que el senador Ernesto Macías hizo instalar en homenaje a Álvaro Uribe
en el Capitolio (ver
noticia), acudiría con gusto.
Pero ojo, no porque se trate de
Uribe como político o como exmandatario, sino porque se halla en condición sub
judice a partir del día en que la Corte Suprema le decretó orden de
detención, así la jurisdicción de su proceso haya pasado a la fiscalía del
obsecuente Francisco Barbosa y el lacayo Gabriel Jaimes.
En otras palabras, siendo su
condición jurídica actual la de un sujeto investigado y sometido a juicio,
¿tiene presentación o se justifica que una pared del mismísimo Congreso de la
República esté “adornada” con una inmensa placa en homenaje a un político
sindicado por la justicia, y además sospechoso de crímenes incluso de lesa
humanidad, como las masacres de El Aro y La Granja?
Así las cosas, señores
brigadistas, procedan. Derriben o retiren esa mancha a nuestra
institucionalidad, con la mayor prontitud. La juridicidad de la norma y hasta
el sentido común los justifican.
Post Scriptum: ¿Por qué a
tantas personas de supuesta condición cristiana les duele tanto la eutanasia?
¿Por qué quieren impedir que otros adopten decisiones que no comprometen la
vida de quienes no comparten esas decisiones? Al respecto vea aquí
artículo de El Unicornio, y si quiere contribuir con la Vaki Adopte un
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