Tomado de El Espectador
Mi primer recuerdo sobre el magistrado Carlos Horacio Urán Rojas se remonta
a una fiesta de cumpleaños en un apartamento frente al Park Way de Bogotá,
donde me lo presentaron esa noche. Puedo estar equivocado, pero me parece
haberlo escuchado ahí cantando la Canción
para Julia de Paco Ibáñez, mientras algún amigo suyo tocaba una
guitarra.
Nunca lo volví a ver, y solo supe nuevamente de él a raíz de la toma del
Palacio de Justicia que efectuó el M-19 el 6 de noviembre de 1985, o más bien,
a causa de la salvaje retoma por parte del Ejército. Como lo demuestra sin
margen de duda el libro escrito por su hija y hoy tema de esta columna, Mi
vida y el Palacio, de Helena Urán Bidegain, dos soldados sacaron al
magistrado con vida de allí cojeando el jueves 7 a las 2:17 de la tarde, para
ser torturado a continuación en la Casa del Florero, ejecutado con un tiro de
gracia y devuelto ese mismo día.
En palabras de su autora, “Lo habían
asesinado y vuelto a entrar al edificio, posiblemente por la puerta del
parqueadero y lejos de cámaras, para realizar el levantamiento adentro, una
hora y cuarenta y tres minutos después de su salida”. Pág. 113
Mi vida y el Palacio (Editorial Planeta) es duro de digerir
comenzando un año del que anhelamos un futuro más esperanzador, y al final deja
el sabor amargo de un crimen cuyos autores materiales e intelectuales siguen en
la impunidad. Pero había que leerlo, haciendo de tripas corazón.
Precisamente de tripas corazón debió armarse su joven autora para
escribirlo, y si ella tuvo ese valor para adentrarse en una investigación que
la obligó a revivir el dolor de la trágica partida de su padre, es de
caballeros corresponder a su coraje con la lectura de un texto tan desgarrador,
a la espera quizás de que algún productor de Netflix ponga sus ojos en la historia y esto contribuya a que un
día a los asesinos les caiga el peso de la justicia, en consideración a que el delito
no prescribe, pues fue declarado de lesa humanidad.
El gran mérito del libro de Uran Bidegain es que va en busca de la verdad,
sin contemplaciones, y las verdades que encuentra las expone a rajatabla, a
modo de catarsis si se quiere, como si fuera su “venganza” con los que mataron
a su padre.
Verdades que no se quedan en el relato de ese crimen, sino que se extienden
a escudriñar en torno a la toma misma del Palacio de Justicia, a los preparativos
y la reacción prevista. Si hemos de creer en lo que allí revela, desde meses
atrás el Ejército se había enterado de los planes del M-19 y esperaron a los
guerrilleros como gato en ratonera. “Un
análisis de inteligencia de enero del 85 que llegó al Comando del Ejército
decía: ‘Las operaciones deben desarrollarse en forma decidida y rápida
inicialmente, y lograr objetivos definidos antes de que la intervención de la
acción política imponga la suspensión de las operaciones”. Pág. 157
Verdades, también, en torno al incendio del archivo del Palacio, atribuido
al M-19: “Muchos vieron al Ejército
prender el fuego y lanzar algo que describieron como “bolas de fuego” a los
archivadores. Coinciden en esto varios periodistas que ven con dudas el inicio
del incendio apenas se dieron los primeros disparos dentro del Palacio”. Pág.
58
Verdades que se extienden a la búsqueda de los principales responsables de
la muerte de su padre, a los que identifica con nombres y apellidos, para la
posteridad, quizá para que su padre descanse más tranquilo. Es entonces cuando aparece
en escena la fiscal Ángela María Buitrago, quien no solo logró llegar hasta una
bóveda secreta del Ejército donde halló la billetera de Uran con todos sus
documentos (atravesada por un disparo), sino que, producto de su juiciosa
investigación, llamó
a indagatoria a los tres generales responsables de la toma: Jesús
Armando Arias Cabrales, Rafael Hernández López y Carlos Augusto Fracica. Pero “la semana siguiente, el 2 de septiembre,
fue retirada del caso por el nuevo fiscal general (…) Guillermo Mendoza Diago,
y así la investigación por el asesinato de mi padre quedó completamente
paralizada”. Pág. 124
Podría extenderme a otros fragmentos más reveladores, pero no se trata aquí
de contarles el libro sino de hacer una reflexión sobre la importancia de tan
valioso texto, en lo concerniente a consignar para la historia cómo fue que en
realidad ocurrieron las cosas en torno al Palacio de Justicia.
Ahora bien, no puedo retirarme sin citar lo que sintió Helena un tiempo
largo después de la toma, durante una izada de bandera en su colegio en Bogotá,
al regreso de una estancia en Uruguay, el país natal de su madre: “¿Qué significaba tener que pararme detrás
de esa bandera? ¿Qué país era este, donde a la gente la mataban, la perseguían,
donde debía huir, donde nos dejaban huérfanos? No, yo no podía sentirme bien en
un lugar que me causaba dolor y me sometía”. Pág. 131
Una reflexión adicional del suscrito apuntaría a que el momento actual que
vive Colombia en nada si diferencia de esta última vivencia de la autora, pues
aquí a la gente la siguen matando -ahora con masacres casi diarias-, la siguen
persiguiendo, mucha gente tiene que huir y a muchos los están dejando
huérfanos. Y esos directos responsables de la muerte de su padre son, de algún
modo extensivo en el tiempo, los mismos que hoy de nuevo tienen la sartén por
el mango.
En alusión a la fiscal Buitrago, Helena Uran menciona al abogado alemán Hans
Litten, quien en 1930 enfrentó a los paramilitares nazis (SS) que buscaban socavar
la democracia. Litten fue puesto preso y confinado al campo de Dachau en 1933, “cuando finalmente Hitler ascendió en
Alemania, tras usar el incendio del Reichstag como excusa para suspender las
libertades civiles y tomar el poder”. (Pág. 159). Es de esperar que esto no
tenga un carácter premonitorio, pues en Colombia cada día recortan más las
libertades individuales y es evidente que los dueños del poder están buscando
un pretexto para quedarse indefinidamente. Por ejemplo, generando tanta
violencia y malestar social, que al final la gente pida a gritos una
Constituyente.
DE REMATE: ¿Se acuerdan de los azarosos días de la guerra de Pablo Escobar contra el Estado para doblegarlo a su voluntad? Bueno, la única diferencia es que quienes hoy conspiran contra las instituciones para amoldarlas a su amaño, son los mismos que están a cargo de ellas.
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