Aunque usted no lo crea, del mismo modo que hoy se da el absurdo de
una mujer ‘liberal’ con una hija lesbiana que promueve un referendo para
recortar los derechos de la población LGBTI, hubo un momento de nuestra
historia en el que un prohombre del liberalismo se opuso a que las mujeres
votaran, sustentado en que ellas mismas no querían recibir ese “funesto
obsequio”.
Transcurría el año 1944 y quien así se expresaba era Enrique Santos
Montejo en El Tiempo, bajo el seudónimo Calibán, con estas palabras: “El
noventa por ciento de las mujeres colombianas no acepta el funesto obsequio que
les quieren dar. Si la parte más numerosa y sana del elemento femenino rechaza
el derecho al sufragio, sería falta de equidad imponerlo. Afortunadamente, el
Senado cerrará el paso a esta alocada iniciativa”. (Sin que nos vayan a tildar
de capciosos, no se puede pasar por alto eso de “la parte más numerosa y sana”,
pues asume casi como axioma entre ellas una parte de naturaleza insana).
Justo el día que Calibán publicó esa columna la Cámara de
Representantes aprobó un proyecto para reconocerles a las mujeres el derecho a
influir en los destinos de la nación, pero la iniciativa fue hundida por una
disciplinada bancada del Partido Conservador y… nueve senadores del Partido
Liberal. La preocupación de estos últimos residía en que el voto femenino
quedaría sujeto al mandar de los curas desde los púlpitos, a quienes las
mujeres brindaban la misma obediencia que a sus maridos, como ordena la Biblia.
Además, ellas se convertían en competencia para aspirar a las curules del
Congreso ocupadas por hombres, aunque eso no lo decían porque era
‘políticamente incorrecto’.
Cuentan los hagiógrafos de la época que se hicieron encuestas y en la
radio se les preguntó a las mujeres si querían ejercer su derecho a votar y la
mayoría… ¡se manifestó contraria! Tal vez en ese contexto se entiende por qué Julio
Abril, de El Siglo, decía por esos días que “ser feas es lo único que no se les
puede perdonar a las mujeres, de la misma manera que ser sufragista es lo único
que no se les puede perdonar a las feas”. (Al menos tenían buen humor los godos
de entonces…).
Visto desde ese ángulo, en consideración al poderoso aparato de
adoctrinamiento que la Iglesia Católica ejercía sobre “la parte femenina”, eran
quizá fundados los temores de los liberales para tratar de impedir que las
mujeres votaran.
Hoy la cosa es a otro precio, pues la preocupación reside es en los
altísimos niveles de abstención, ante los cuales surge imperativa la necesidad más
bien de proponer el voto obligatorio femenino, aunque haciendo la debida
aclaración: con el titular de arriba el suscrito columnista solo pretendía
atraer la curiosidad del ávido lector… para hacer extensiva dicha obligación al
voto masculino, por supuesto.
En el Congreso cursa una reforma política impulsada por el ministro
del Interior, Juan Fernando Cristo, entre cuyas iniciativas para sanear la
democracia es decisiva la aprobación de las dos más importantes, el voto
obligatorio y las listas cerradas. En lo segundo, ya es hora de acabar con esa dañina ‘operación avispa’ que se inventó
Alfonso López Michelsen y que mandó a la trastienda el debate ideológico entre
partidos, convirtió a los candidatos en traficantes de votos y encareció las
campañas a niveles astronómicos.
En cuanto a lo primero, toda elección donde vota menos del 50 por
ciento del censo electoral debería declararse ilegítima, y el único modo de
remediar semejante absurdo es con el voto obligatorio, bajo una premisa
fundamental: del mismo modo que pagar impuestos es un deber ciudadano, para el
caso que nos ocupa acudir a las urnas constituye un deber ídem.
No sobra recordar que para la primera presidencia de Juan Manuel
Santos votaron por él 9’004.221 colombianos, la más alta votación que hasta
ahora ha habido por candidato alguno. Pero si miramos el otro lado de la
moneda, esa cifra correspondió al 30,5 por ciento de votantes potenciales, que
correspondía a 29’530.415 personas. En otras palabras, en 2010 el 69,5 por ciento
del censo electoral no votó por Santos. Es por eso que los abstencionistas son
la primera fuerza política del país, pero eso no puede ser motivo de orgullo,
pues con su apatía siembran la semilla de la ilegitimidad en cada voto que no
se deja contar. Vaya paradoja: no votan porque los políticos son corruptos, y es
con su abstención como patrocinan la elección de los que tanto odian.
Soy el primer convencido de que acudir a las urnas debería ser un acto
libre y voluntario, pero eso aplica para una democracia perfecta, no para una imperfecta
–o mejor, ‘imperfectísima’- como la colombiana, donde la mayoría de los
políticos se hace elegir con prácticas clientelistas o fraudulentas gracias a
que más de la mitad de la población se abstiene de votar. El día que vote al
menos el 90 por ciento de los colombianos se la habremos puesto de pa’ arriba a
los que se hacen elegir comprando votos, pues tendrían que cuadruplicar o
quintuplicar la inversión, y sería mayor el riesgo de que esa platica se les perdiera.
Otra consecuencia inmediata del voto obligatorio es que fortalecería
el voto en blanco, pues muchos al sentirse forzados a votar contra su voluntad
elegirían esta opción como protesta y, si llegaran a ser más de la mitad de los votantes, obligarían
a convocar a una nueva elección, con otros candidatos.
¿Así sí les suena, les suena?
DE REMATE: Las amenazas
de muerte del ‘pastor’ Miguel Arrázola contra el periodista Lucio Torres
por haber publicado las cuentas
de su iglesia muestran el talante mafioso de esos embaucadores, que se dan
vida de reyes a costa de esquilmarles el diezmo a sus ingenuas ovejitas. No es
por coincidencia que el sujeto en cuestión es uribista, y en cerrada defensa suya
ha salido el también charlatán
Oswaldo Ortiz, futuro aspirante a la Cámara por el Centro Democrático.
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