Una verdad inobjetable que no ha logrado transmitir con claridad el
gobierno de Juan Manuel Santos, es que hoy Colombia está mejor que antes. Baste
con saber que ya no se presentan los combates ni las dolorosas bajas por parte
de las FARC o de nuestras Fuerzas Militares. Incluso los elenos disminuyeron o
silenciaron su accionar militar, quizá avergonzados por el triste espectáculo
que ofrecen al pretender iniciar diálogos de paz sin liberar a sus secuestrados.
Pero es tal la capacidad de hacer daño que todavía tiene la extrema derecha (llámese Centro Democrático, Noticias RCN o Procuraduría General de la Nación), que en el ánimo de la gente se respira un ambiente pesimista frente a lo que vendrá después de que ambos actores del conflicto cesen el accionar de sus respectivas armas.
Pero es tal la capacidad de hacer daño que todavía tiene la extrema derecha (llámese Centro Democrático, Noticias RCN o Procuraduría General de la Nación), que en el ánimo de la gente se respira un ambiente pesimista frente a lo que vendrá después de que ambos actores del conflicto cesen el accionar de sus respectivas armas.
La más grande dificultad que siempre ha existido para lograr un
acuerdo de paz entre la guerrilla y el establecimiento, ha sido el tercer actor
del conflicto. Son los mismos “enemigos agazapados de la paz” de los que habló
Otto Morales Benítez siendo Comisionado de Paz de Belisario Betancur, presidente
cuya dignidad quedó mancillada cuando entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985 le
dieron un golpe de Estado exprés, de 24 horas.
Hubo luego un tiempo en que a ese tercer actor se le llamó
paramilitarismo, y se dijo que Álvaro Uribe en su gobierno lo había
desmovilizado, pero con el paso de los días se constata que su accionar militar
permanece intacto y se expresa combativo bajo las figuras de Úsuga, Rastrojos o
Águilas Negras, para mencionar solo tres poderosos grupos paramilitares con
cadena de mando, accionar militar y control sobre un territorio.
Hoy a los paramilitares se les da el indulgente nombre de Bacrim, del
mismo modo que bautizaron como ‘falsos positivos’ a los más de 3.000 cadáveres de
jóvenes inocentes que dejó regados sobre la geografía nacional el Ejército bajo
el mando del general Mario Montoya. El informe de Naciones Unidas habló de una
“actividad sistemática” porque cobijó a casi todas las Brigadas Militares, y
les reportaba permisos de salida y premios en efectivo a los asesinos, a quienes
Uribe defendió al descargar la culpa sobre las víctimas cuando dijo que “no
estaban recogiendo café”.
Son dos las cabezas visibles de ese conglomerado de fuerzas de la
reacción cada vez más desembozadas (cada vez menos Mano Negra, mejor dicho), dedicadas
al unísono a reciclar la consigna laureanista de hacer invivible la República:
Álvaro Uribe Vélez y Alejandro Ordóñez Maldonado. Uno paisa, el otro
santandereano. Uno autoritario, fundamentalista, rencoroso hasta la médula, tóxico
y perverso, el otro ídem. Ese par de ‘fichitas’ están dedicadas a desestabilizar
el país, pero nadie las juzga por el desarrollo de actividades subversivas.
León Valencia lo advertía en su columna
de Semana, cuando mostró cómo detrás de la recolección de firmas de Uribe
lo que hay es “la última y más intensa batalla para evitar el cierre del
conflicto armado (…), algo que va directo a la esencia de la negociación, que
apunta a derrumbar todo lo acordado”. Valencia recordaba que el senador
uribista José Obdulio Gaviria, ante la pregunta sobre una posible reunión entre
Uribe y Timochenko, respondió así: “quizás cuando el jefe de las FARC esté en
la cárcel de Itagüí purgando una larga condena podría el expresidente, por
caridad, visitarlo”.
Esto es manifestación fidedigna de que el odio a muerte contra el
enemigo es el mensaje que sigue transmitiendo el tercer actor del conflicto,
que no solo se niega a desmovilizarse –o sea a subirse al tren de la paz- sino
que está haciendo lo que tiene a su alcance para descarrilarlo.
Podría parecer tarea difícil descarrilar el tren de la reconciliación
nacional, considerando el anhelo de paz que habría en los colombianos, pero la
verdad desnuda es que el uribismo y la godarria comandada por Alejandro Ordóñez
no descansarán en su propósito de enrarecer el ambiente hasta límites
indecibles, para luego aparecer ellos –sí, los victimarios- como salvadores de
lo mismo que se encargaron de sembrar: la desesperación en la mayor cantidad
posible de mentes sensibles al miedo e ignorantes de la verdadera realidad de
las cosas.
Para lograr el objetivo trazado tienen de corifeos de la tragedia a lacayos
como Ernesto Yamhure, a quien Carlos
Castaño le dictaba sus columnas; o a periodistas-activistas como Claudia
Gurisatti, está última con el entusiasta aval de su patrón Carlos Ardila Lulle,
tan santandereano y conservador como Ordóñez y tan servicial con Uribe, eso sí,
porque es un empresario agradecido por los favores recibidos durante el régimen
de la Seguridad Democrática. Hoy el canal RCN pierde audiencias frente a CARACOL
debido a su desvergonzado uribismo, pero eso a Ardila no lo desvela, pues es
consciente de su compromiso con sostener la misma apuesta hasta el día en que
la derecha retome el mando. Hacia el cumplimiento de ese objetivo, trabaja en sembrar
miedo para vender seguridad. Y si en esa inversión pierde unos pesos, más
adelante verá cómo los recupera.
Mientras los ‘sayayines’ del uribismo –todos ubicados en el Bronx de
la caverna política- hacen juiciosos su tarea de agitar las banderas del caos y
la confusión, mientras pregonan que nunca estuvimos peor y que acecha el
fantasma del comunismo, a este gobierno le cae la responsabilidad de convencer
a la población de que eso no es cierto, que estamos mejor que antes, como en
efecto ocurre. Y que con la paz estaremos mejor, en lo que constituye ya una segunda
verdad de Perogrullo.
A esta altura del partido uno se pregunta entonces dónde quedó el Juan
Manuel Santos periodista, porque si no logra comunicar algo en apariencia tan sencillo,
habría que reformar el refrán para adaptarlo a
la nueva circunstancia histórica: “la esperanza es lo último que se
perdió”.
DE REMATE: Uribe pregona a los cuatro vientos que “esa impunidad total
y elegibilidad política para las FARC estimula nuevas violencias”. No se
requiere agudeza analítica para advertir que esas nuevas violencias le caen
como anillo al dedo a sus propósitos desestabilizadores. ¿Acaso las está
convocando? Sea como fuere, qué injusticia para Colombia tener que soportar a
un sujeto tan tóxico, tan cínico, tan perverso y con tanto poder para hacer
daño. No es justo.
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