En 1977 daba mis primeros pasos en el periodismo y fui enviado a
cubrir para la revista Alternativa una huelga de los trabajadores de Indupalma,
en momentos en que su gerente, Hugo Ferreira Neira, permanecía secuestrado por
el M-19. Llegué a Bucaramanga, donde me recibieron Andrés Almarales, presidente
de UTRASAN, y el médico Carlos Toledo Plata, ambos vinculados a la ANAPO del
general Gustavo Rojas Pinilla. Ellos me trasladaron hasta la sede de la
empresa, en cercanías de San Alberto (Cesar).
Almarales y Toledo eran miembros del M-19 desde la clandestinidad, pero
yo no lo sabía. Ambos ofrecían un llamativo contraste, pues mientras el galeno
era de temperamento sereno y palabras medidas, el dirigente sindical destilaba
un odio de clases incontenible y se expresaba con frases cargadas de
altisonante bilis, como la que le escuché y hube de recordar el 6 de noviembre
de 1985, cuando supe que él comandaba la toma del Palacio de Justicia en
Bogotá: “¡Hay que darle a la burguesía por el culo!”.
Ese mismo odio de clases se le ve a la cúpula de las FARC, a raíz de
las derrotas militares que han sufrido y tras el levantamiento de su cese
unilateral del fuego. Ahora se han venido con todo, pero no con acciones de
combate sino mediante ataques contra la infraestructura energética y petrolera
o con atentados cobardes desde un matorral, como el más reciente contra el
comandante de Policía de Ipiales, coronel Alfredo Ruiz Clavijo, y el patrullero
Juan David Marmolejo, a quienes según Medicina Legal remataron con tiros de
gracia en el rostro. Y no contentos con lo anterior, asesinaron también a un
civil que cometió el error de pasar en moto por el lugar equivocado a la hora
menos indicada.
Traje a colación la toma del Palacio de Justicia porque en aquella
ocasión actuaron llevados por la desesperación, impelidos por la urgencia de
hacer demostraciones de fuerza para emparejar las acciones. Entre los años 84 y
85 el Ejército se opuso de manera abierta a los diálogos de paz que el gobierno
de Belisario Betancur adelantaba con M-19, y realizó ataques contra los lugares
donde esa guerrilla se había concentrado. En respuesta ese grupo intentó
secuestrar al comandante del Ejército, general Rafael Samudio, y 15 días
después lograron colarse al Palacio de Justicia (o los estaban esperando…) con
la delirante pretensión de hacerle un juicio al Presidente de la República, sin
calcular que habían encendido en el estamento militar la ‘ira e intenso dolor’
que les dio justificación para la retoma salvaje durante la cual arrasaron
hasta con el nido de la perra, sin compasión alguna con los magistrados de la
Corte Suprema y demás civiles que quedaron atrapados entre el fuego cruzado o
en condición de rehenes.
Hoy las FARC están empeñadas en demostrar que no conocen la historia,
pues con sus medidas desesperadas de retaliación (ojo por ojo) parecen
condenadas a repetirla. La posibilidad de lograr una paz concertada pende de un
hilo cada vez más delgado, en un pulso demencial donde se ve a los dos bandos
tirando cada uno con ímpetu desde su lado, como si quisieran reventarlo.
La arremetida de la guerrilla tiene el propósito de forzar al gobierno
a aceptar un cese bilateral del fuego, pero están buscando el ahogado río
arriba. El modo en que afectan a la población civil y al medio ambiente es
cuchillo para su propio pescuezo, pues aumenta su desprestigio mientras son
empujados por ‘el enemigo’ a actuar a la medida de sus expectativas. Hay una
bestia sedienta de sangre, y las FARC parecen los borregos dispuestos en su
orgullo guerrero a satisfacer el pedido.
El día que el presidente Juan Manuel Santos se vea obligado a
ordenarles a sus negociadores que se levanten de la mesa y retornen a Colombia,
los amigos de la guerra no cabrán de la dicha, pues se les habrán salvado los
enormes beneficios –económicos y políticos- que obtienen con la confrontación
armada.
Ese día el país se unirá en un solo clamor para exigir que “¡acaben con todo lo que huela a guerrilla!”, Santos pasará a ocupar el mismo lugar deshonroso de un Belisario Betancur o un Andrés Pastrana (otro que tampoco pudo), y el próximo presidente de Colombia será impuesto una vez más por la imbecilidad de las FARC y las promesas recargadas de venganza de Álvaro Uribe.
Ese día el país se unirá en un solo clamor para exigir que “¡acaben con todo lo que huela a guerrilla!”, Santos pasará a ocupar el mismo lugar deshonroso de un Belisario Betancur o un Andrés Pastrana (otro que tampoco pudo), y el próximo presidente de Colombia será impuesto una vez más por la imbecilidad de las FARC y las promesas recargadas de venganza de Álvaro Uribe.
Si las cosas siguen así, sobre los escombros físicos y morales del que
fuera un bello país pero atravesado en enésima ocasión por la brutalidad de dos
fieras enfrentadas a muerte, habremos de recordar al comediante Hebert Castro cuando
recitaba su estribillo: “Se les dijooooo, se les advirtióoooooo, se les
recomendóooooo, pero no hicieron casoooo…”
Y será tarde para el arrepentimiento, porque habrán arrasado de nuevo
hasta con el nido de la perra.
De remate: Los señores de las FARC deberían poner en práctica esta idea
que proponen las señoras Tola y
Maruja: "Ustedes ganarían simpatía, o por lo menos respeto, si nos
mandan a sus compatriotas una foto parados junto al carrotanque o al pie de la
torre y con esta leyenda: Pudimos hacerlo, pero queremos la paz".
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