La propuesta de Justicia transicional para todos que lanzó el
expresidente César Gaviria es el sapo que todos sabíamos que un día nos
tendríamos que tragar, pero del que se hablaba en voz baja, como cuando se
menciona la soga en casa del ahorcado.
La idea se inspira en el refrán “o todos en la cama o todos en el
suelo”, y no por pragmática deja de ser un engendro, pues al primero que
beneficia es a Álvaro Uribe y tras él a todas las fuerzas (claras unas, oscuras
otras) que él comanda. Hemos quedado avisados de que el perdón cobijará por
igual los crímenes de los guerrilleros que los de quienes se aliaron hasta con
el diablo para derrotarlos, o segaron sin contemplación las vidas de rehenes y
víctimas colaterales en la retoma del Palacio de Justicia, o supervisaron desde
un helicóptero amarillo la espantosa masacre de El Aro, o asesinaron con modus
operandi de genocidio a miles de jóvenes que “no estaban precisamente recogiendo
café”.
Todo indica que le han dado a la bestia herida la zanahoria que
necesitaba para que dejara de encabritarse, y eso explica que ya Uribe no
vocifere a los cuatro vientos que el proceso de paz del castrochavista Juan
Manuel Santos iguala a su amado Ejército con los terroristas. Como le dieron en
la vena del gusto, guarda en Twitter el silencio de los que no pueden aplaudir
porque se están frotando las manos. No ha dicho ni fu ni fa, como si no supiera
quién es César Gaviria o como si en realidad fuera ‘veneco’ y copartidario de
Leopoldo López, para más señas.
El mismo Gaviria nos recuerda que en países como Argentina, Chile o
Uruguay fueron enjuiciados o condenados a prisión los que en nombre de luchar
contra el comunismo y por el bien de la patria cometieron atrocidades como la ‘Noche de los
lápices’, o desapariciones como las más de tres mil en la dictadura de Augusto
Pinochet, o torturas como las que soportó Pepe Mujica cuando fue guerrillero
con los Tupamaros.
Allá sí fueron enjuiciados, aquí saldrán frotándose las manos. Allá
tuvieron al menos el coraje de combatir de frente la subversión y usar el poder
militar para aplastar a sus enemigos, mientras acá se camuflaron en la cobarde táctica
de auspiciar, armar y capacitar a grupos paramilitares por toda la geografía
nacional para que les hicieran el trabajo sucio, o sea las masacres, las
desapariciones, los desmembramientos con motosierra en carne viva, los
desplazamientos forzados, los hornos crematorios, las fosas comunes y otras
arandelas. Y ni por esas lograron derrotar a la subversión, como sí ocurrió en
Argentina, Chile o Uruguay, donde hubo dictadores de facto. La diferencia con
Colombia fue que aquí tuvimos ocho años de dictadura con vaselina, durante la
cual el sátrapa invirtió su inmensa popularidad en tratar de perpetuarse con
métodos amañados de mafioso, y donde muchos avezados criminales hicieron parte
de su administración pero él no sabía que eran criminales, porque todo ocurrió
a sus espaldas.
Su gobierno fue la orgía de las violaciones de cuanta norma o derecho
humano se les atravesó, y la mayor de las orgías se dio cuando el entonces
comandante del Ejército, general Mario Montoya, pidió “ríos de sangre” para el
comandante en Jefe de la Seguridad Democrática, y ríos de sangre desparramada
le llevaron en las bolsas con los cuerpos de miles de jóvenes cuyo mayor pecado
fue que no estaban recogiendo café cuando los buscaron para conducirlos como
borregos al matadero. ¿Alguna diferencia con los judíos que eran subidos inermes
a trenes con un solo destino, la muerte? Yo no la veo, pues el propósito era el
mismo: matar gente inocente.
Toda esta historia nacional de la infamia está ad portas de quedar
amnistiada, y si bien es comprensible que en aras de la paz y la reconciliación
así ocurra, lo que no pueden permitir las víctimas ni la memoria histórica es
que semejante holocausto y demás satrapías se envíen como trasto viejo al
cuarto del olvido. Si ese es el precio a pagar, el país queda obligado a que se
sepa la verdad sobre tantas atrocidades que desde el lado institucional se cometieron,
y que hubo terroristas de lado y lado, así los de este lado hayan sido indultados
desde el lenguaje por eufemismos como el de apodar ´falsos positivos’ a lo que
fueron prácticas genocidas, o el de llamar retoma a lo que fue una demencial operación
rastrillo que inundó de dolor y destrucción el Palacio de Justicia en noviembre
de 1985, a escasos cien metros del despacho donde el presidente Belisario
Betancur permanecía maniatado por el poder de la bota militar, que le impedía detener
la barbarie durante las eternas 24 horas de horror que duró el operativo.
Después de eso le devolvieron el mando, pero ya con su grandeza de estadista
extraviada para siempre.
En Colombia desde décadas atrás se viene hablando de la ‘Mano Negra’ como
una organización clandestina de ultraderecha, compuesta por determinado número
de miembros que realizan acciones acordes con su doctrina. Se sabe que existe. Una
primera revelación de gran peso histórico la soltó Carlos Castaño en el libro Mi
confesión, cuando habló de un grupo de notables que lo asesoraba y le daba
instrucciones. Pero no dio nombres. El que sí reveló un nombre fue alias ‘Don
Berna’, quien señaló
a Pedro Juan Moreno Villa, mano derecha de Álvaro Uribe en la gobernación
de Antioquia, como uno de los integrantes de ese ‘Grupo de Notables’. Moreno
pereció en un helicóptero que se cayó justo cuando se había convertido en una
piedra en el zapato para Uribe, accidente del cual el general Rito Alejo del
Río aseguró que “no fue
accidental”, sino que “él fue asesinado”.
Por ese accidente nos quedamos sin confirmar si con Pedro Juan Moreno se
destapaba uno de los dedos de la Mano Negra, pero la oferta de impunidad exprés
que ha puesto Gaviria a los ojos de todos los criminales de cuello blanco quizá
ayude a develar algún día la identidad de los demás dedos de esa organización
terrorista clandestina, para proceder a su desmantelamiento definitivo (como sí
ocurrió con la tenebrosa AAA en Argentina) y de paso saber quién era su
comandante en Jefe. ¿Será mucho pedir?
DE REMATE: Al cierre de esta columna El
Espectador informa que para el procurador Alejandro Ordóñez la propuesta de
Gaviria es “un pacto de impunidad con todos los sectores”, e insiste en que los
guerrilleros deben pagar penas privativas de libertad. Pero sigue siendo partidario
de conceder beneficios judiciales a los máximos responsables de los ‘falsos
positivos’, mediante la calificación de estos delitos no como de lesa humanidad
sino como “crímenes de guerra”. Lo cual se traduce en que quiere ver a sus
criminales de la derecha durmiendo en la cama, y a los criminales de las Farc desvelados
en el suelo.
1 comentario:
Excelente Jorge, adelante en tu nueva columna de El Espectador.
Att:
Un viejo conocido
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