Son básicamente tres los campos en los cuales una persona que conservaba
una fe ciega hacia algo o alguien, se ve de pronto obligada a dejar de creer:
la religión, el amor y la política.
Para el caso de la religión, el columnista Giuseppe Caputo cuenta
en El Heraldo el caso de una mujer cuyo momento más triste de la vida fue
cuando descubrió que estaba equivocada en sus creencias religiosas. Hay otros a
quienes ese descubrimiento les produce más bien la felicidad de haber salido de
un error. En mi caso particular, por cuenta de las enseñanzas de mis mayores viví
una infancia casi mística y estudié el bachillerato en un seminario de
jesuitas. Luego llegué a una universidad donde aprendí lo que muchos años después,
frente al poder del convencimiento, habría de explicar con epifánica lucidez el
científico Rodolfo Llinás: “Dios es un invento del hombre y, como todos los
inventos humanos, se parece a él. Dios tiene tres razones de ser: a los
inteligentes les sirve para gobernar a los demás, a los menos inteligentes para
pedirle favores, y a todos para explicar lo que no entendemos de la naturaleza”.
Esta revelación produjo en mí el efecto de un cataclismo, pues se me derrumbó la creencia en ese “ser superior” y tuve la impresión de haber sido víctima de un engaño. Pero me recuperé, a Dios gracias.
Esta revelación produjo en mí el efecto de un cataclismo, pues se me derrumbó la creencia en ese “ser superior” y tuve la impresión de haber sido víctima de un engaño. Pero me recuperé, a Dios gracias.
Hablando de engaños, estos se presentan con mayor frecuencia en el
terreno amoroso, por cuenta de que se cae solito (o solita) de su pedestal esa
persona a la que habíamos idealizado, o por una traición que nos obliga a dejar
de creer en los pajaritos que nos habían pintado. Si hay algo de donde salimos
con la sensación de haber sido ‘apaleados’, es de una desilusión amorosa.
Pero donde más se puede hablar de pajaritos pintados es en la
actividad política, y no hace falta ser activista para declararse víctima de
más de un desengaño, que es lo que ocurre cuando ese dirigente en quien
habíamos puesto nuestros mejores votos y complacencias termina por
decepcionarnos. En Colombia es casi imposible encontrar a un político que nunca
haya ‘desinflado’ a alguien, porque la política en gran parte se construye
sobre la base de promesas rotas. Es como en el amor, que mentimos con tal de
obtener lo que queremos.
Volviendo al suscrito, mi mayor decepción política lleva el nombre de
Belisario Betancur Cuartas: sobre sus hombros el país puso la esperanza de una
paz pintada con palomas y pajaritos en la Plaza de Bolívar, pero terminó en ese
mismo lugar, estrellada contra la brutal toma y retoma del Palacio de Justicia,
una orgía de sangre y destrucción durante la cual el presidente en ejercicio fue
relevado de su mando y volvió como monigote después del golpe de Estado que le
propinaron las Fuerzas Armadas entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985.
Sigo creyendo que Belisario Betancur actuó de buena fe, solo que fue
avasallado por los “enemigos agazapados de la paz” de los que habló Otto
Morales Benítez. Ahora bien, frente a lo ocurrido en el Palacio de Justicia le
faltó actuar con grandeza histórica. Fueron dos días en los que no estuvo al
mando, porque se lo arrebataron y lo enviaron a la trastienda mientras duró la
barbarie, y al término de esta actuó con cobardía para no perder el puesto, el
cual de todos modos habría perdido si hubiera ordenado el alto al fuego que tanto
suplicaba el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, antes de
perecer bajo las balas asesinas.
Betancur no hizo lo que sí hizo por ejemplo Salvador Allende, quien
prefirió inmolarse antes que permitir semejante ultraje, en el caso de Chile a
la majestad de la Presidencia y en el caso de Colombia a la dignidad de la más
alta esfera de la justicia, que fue arrasada sin compasión bajo el silencio
cómplice del (supuesto) Presidente.
Un caso más reciente de un líder en el que también mucha gente ha
dejado de creer, lleva por nombre Álvaro Uribe Vélez. Contrario a su coterráneo
Belisario, llegó a la presidencia prometiendo aplastar a las FARC, organización
de la que el país se había cansado hasta límites indecibles durante el gobierno
de Andrés Pastrana. Colombia dejó de creer en la paz y comenzó a creer en la
guerra, pero en lugar de haber sido la solución el problema se acrecentó a
límites inimaginables, pues Uribe no fue capaz de derrotar a las FARC y el país
cayó bajo el influjo de un hechizo mediático muy parecido al que vivió Alemania
durante el régimen de Adolfo Hitler, cuyo Holocausto tuvo su propia versión en
los ‘falsos positivos’: a falta de judíos, se dedicaron a asesinar jóvenes
indefensos por toda la geografía nacional para hacerlos ver como bajas
propinadas a la guerrilla. (Por cierto, a sus autores el expresidente sigue
defendiéndolos como “héroes de la patria” y “perseguidos por la Fiscalía”.
¿Será que algún día habrá castigo para semejante genocidio?).
Sea como fuere, el lado positivo de la moneda es que por primera vez
en más de una década dos encuestas independientes realizadas por las firmas Cifras
y Conceptos e Invamer Gallup mostraron una imagen desfavorable de Uribe
superior a la favorable, la primera con una diferencia de 15 puntos y la
segunda de cuatro, según informe presentado por La Silla Vacía y titulado Se le
rayó el teflón a Uribe.
Esto indica que el país comienza a dejar de creer en quien nunca debió
haber creído, y que se vislumbran aires positivos para una nación que ahora,
bajo el sano influjo de la paz, podría terminar por derrotar a los violentos de
ambas extremas: la izquierda de la guerrilla, y la derecha de Álvaro Uribe y
sus conmilitones.
DE REMATE: Hay un cuarto
elemento –también extremo- en el que es posible dejar de creer. Hablamos de la
familia o de algún miembro de esta, un hermano por ejemplo, o incluso la propia
madre. En este caso tendríamos que emparentarlo más con la literatura que con
la vida real, pero casos se han visto.
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