Hace unos días este cronista fue testigo de un drama desgarrador en el que un hombre de entre 35 y 40 años de edad gritaba a pulmón herido frente a su mujer, quien no superaba los 30. Él de pie y ella sentada al frente, inerme y hermosa, en la única banca de un parque de Cedritos (Bogotá) de escasa concurrencia. El hombre al parecer se había enterado de algo entre ella y un amigo suyo, y sus palabras en forma de bramidos indicaban el calibre de la ofensa: “¡La tocó! ¡Mi amigo!” Y ella inclinaba la cabeza, como diciendo “sí, efectivamente, así ocurrió”. Antes que violenta, la escena era conmovedora.
“¡No puede ser! ¡Que alguien me ayude! ¡Yo necesito que alguien me diga algo! ¡La tocó!” Y ella asentía. Hubo de parte del suscrito un primer impulso de intervenir, quizá para evitar una tragedia, pero se optó por permanecer al margen –y seguir el camino- al comprobar que la mujer en su estoico silencio parecía controlar la situación, pese a que en su agonía el hombre vomitaba lo que lengua mortal decir no pudo.
La escena no daba para constatar que ella hubiese permitido (o propiciado) aquello que tenía a su compañero sentimental en verdaderas ascuas, pero sí es representativa de una violencia conyugal que con el paso de los meses adquiere figura de pandemia, y con frecuencia desemboca en crímenes pasionales de la más variada laya, donde la mujer entrega la más elevada cuota de sangre. Según Medicina Legal, en 2006 en Colombia se registraron 132 “homicidios impulsivos”, en 2007 la cifra se incrementó a 183 –uno cada dos días, exactamente- y en lo que va del año se aproxima a los 100, siendo Bogotá la ciudad que mayor número de casos registra (70 por ciento), la mayoría de ellos entre parejas en unión libre y con una incidencia superior en dos localidades geográficamente antípodas, Ciudad Bolívar y Usaquén.
En busca de una palabra que dé explicación a lo que viene ocurriendo, encontramos dos: liberación femenina. No hay duda alguna de que en los últimos 30 años –en un país donde el hipismo de los 70`s y su revolución del amor libre casi no tocó a las nuestras- las mujeres de aquí y de allá han desencadenado una revolución que está afectando profundamente sus relaciones con los hombres. Se trata de una cita a la que muchos quizá llegaron tarde, porque se niegan a entender que la mujer ha ocupado unos espacios en los que antes desempeñaba un rol de inferioridad, los cuales van desde el ámbito laboral hasta la conquista de su propia libertad sexual (todo ello ligado a la práctica de su derecho a la felicidad), mientras que un sentimiento atávico de machista posesión impulsa al sexo opuesto a impedirlo, a como dé lugar.
Hay casos de casos, claro está: está el del celoso patológico que la muele a golpes porque en una fiesta bailó dos veces seguidas con el mismo parejo (recuérdese a Lizette Ochoa en Barranquilla, 2006), hasta el del rey de burlas –tomado de la vida real- que después de 20 años de matrimonio descubre que su cónyuge mantuvo relaciones íntimas con tres (“sólo tres”, diría luego el agraviado con resignado humor negro) de sus mejores amigos, y al enterarse se debate entre matarla, suicidarse o dejarla, y escoge la tercera opción, para salvación de todos los involucrados.
El caso referido ocurrió en Bogotá, una ciudad donde según coloquial expresión de Margarita Vidal “todas se comen a todos”, lo cual acarrea consecuencias, en ocasiones con saldo trágico. Es sorprendente al respecto que entre los estratos altos el suicidio como solución ante un drama pasional se ha disparado –valga el retruécano-, pues en 2008 ya se registran 175 casos (en 148 hombres y 27 mujeres), de mayor frecuencia en las localidades de Suba (20) y Usaquén (18), siendo las principales razones los conflictos de pareja (18) y el desamor (10), con preferencia 3 a 1 por el ahorcamiento (96) sobre el “proyectil de arma de fuego” (39), según información suministrada por el concejal Carlos Baena en reciente foro sobre el tema. Esto haría concluir que un mayor nivel cultural o económico fortalece las barreras contra las pasiones homicidas, pero no los exime de atentar contra su propia humanidad, agobiada y doliente.
Según Françoise Giroud (Hombres y mujeres, Planeta Colombiana Editorial, 1995) “el drama de los celos consiste en que mientras más vigilada y espiada se halla una, más se ahoga y más tentada se siente a alimentar la sospecha”. A lo cual responde en el mismo libro –de exquisita factura intelectual- el pensador Bernard-Henri Lévy (ella francesa de origen italiano, él argelino), ubicando la discusión en un contexto humano, demasiado humano: “desde que hay amantes, hay celosos. Y los celos son inconfesables. Y hay hombres, eventualmente filósofos, que estrangulan a su mujer”.
Se trata de un fenómeno cuyas raíces son incluso étnicas, pues en Occidente seguimos atados a una moral judeocristiana que subyace en el inconsciente colectivo y le teme al “poder desmesurado del placer femenino” (dice la Giroud que “si se dejara actuar a la mujer, agotaría la energía del hombre”), mientras que los chinos –y las chinas- tienen una vida erótica más intensa y refinada, debido a que ignoran la noción de pecado. Para no hablar de los esquimales, quienes no conocen los celos y por tanto, cuando un extraño es atendido en su iglú, lo más refinado de la hospitalidad es prestarle la mujer.
Son entonces esos condicionamientos culturales –y mentales, en últimas- los que a veces convierten a un hombre culto y respetado en un asesino en potencia, por culpa de una simple debilidad ajena, cuando la solución a su problema quizá pudiera estar en tomarse unos días de descanso en Groenlandia...
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