Tomado de Semana.com
Un comercial reciente de Navidad del Partido de la U refleja la
pobreza de ideas y planteamientos en que se halla sumida la política
colombiana: un señor de luenga barba blanca que a todas luces quisieron hacernos
pasar por Papá Noel, pero vestido de civil, realiza actividades familiares
rutinarias como abrir la nevera o sentarse a la mesa en compañía de quienes al
parecer son su señora y un par de preciosos nietos. Al final no queda nada para
reflexionar, sólo la sensación de que te quisieron vender la imagen de un
partido político con el mismo truco que usan
para vender un cepillo de dientes o la
mayonesa: con imágenes “bonitas”.
Algo similar viene ocurriendo con el expresidente Álvaro Uribe, cuya
cara bonita quisieron meter en el tarjetón para no dejarle dudas al incauto,
pero ahora enfrenta la zozobra de que ya ni siquiera los colores de la bandera
y la palabra uribismo le quieren admitir, de modo que terminaría por aparecer
en la contienda representando exactamente lo contrario a lo que dice ser: el “Centro
Democrático”. Y así, ¿quién de sus potenciales votantes que en promedio haya
pasado por una universidad podría reconocerlo en el tarjetón? Situación de
veras preocupante para el exmandatario, sin que se llame a chiste.
Contrario también a lo que dice ser está el Partido de la U, una
agrupación híbrida en la que dejaron colar a muchos políticos ‘paracos’ (bueno,
¡porque estaban en subienda!), que Juan Manuel Santos juntó a las volandas para
organizarle la primera reelección a su entonces jefe, y a cambio pidió el
ministerio de Defensa, con el exclusivo propósito de dañarle el caminado al
verdadero candidato de Uribe, Andrés Felipe Arias.
Lo único digno de recordación del comercial arriba aludido es que al
final dice “Unidos como debe ser”, o sea lo contrario a lo que les viene
ocurriendo, sumidos como damnificados en el vórtice de la tormenta desatada por
la feroz división Santos-Uribe, la cual sólo amainará cuando uno de los dos por
fin haya logrado hacerle morder el polvo de la derrota a su contrincante.
Hablando de incongruencias o contradicciones ideológicas, una de las
más protuberantes se halla en que alguien como Álvaro Uribe se hacía pasar por
liberal –dentro de esa agrupación forjó la mayor parte de su carrera política-
pero hoy representa todo lo contrario al espíritu y el pensamiento del Partido
Liberal.
De todos modos, si algo hay que abonarle a Uribe es que cuando por fin
se quitó la careta de liberal, apareció ante el país como lo que en realidad
es: el más auténtico, legítimo, genuino y fidedigno representante de la extrema
derecha colombiana. La consecuencia más notoria de su radical viraje a estribor
fue que después de abandonar la presidencia sumió al Partido Conservador en un desbarajuste
que lo tiene cual Titanic al borde del hundimiento ideológico, pues hoy la
mayoría de sus miembros está agarrada por impúdica conveniencia a chupar la
ubre burocrática (para no aludir a la felatio) del gobierno Santos, mientras su
corazoncito no deja de anhelar los tiempos recientes en que con Uribe todo eran
mimos, caricias y carantoñas por doquier…
Ahora bien, lo anterior era solo un pretexto para referirnos al estado
de postración intelectual y moral que muestran los primeros enviones de una
campaña electoral que ya prendió motores pero nada nuevo tiene para mostrarle
al elector, como el cascarón de un huevo al que le han succionado clara y yema:
liviano, vacío y quebradizo.
Es de todos conocida la frase que en 1992 se inventó James Carville,
estratega de la campaña electoral de Bill Clinton, cuando George Bush parecía
imbatible debido a sus éxitos en política exterior. Con el fin de mantener la atención
centrada en lo fundamental, Carville pegó en la cartelera de su oficina un
cartel con tres puntos:
1.
Cambio vs. más de lo mismo.
2.
La
economía, estúpido.
3.
No olvidar el sistema de salud.
Aunque era apenas un recordatorio interno, el éxito estuvo en que la
frase le fue adjudicada al propio Clinton (“¡es la economía, estúpido!”) y
terminó por modificar la relación de fuerzas y derrotar a Bush, pues centró el
interés en mejorar las condiciones de vida de la población antes que en agitar
la bandera del orgullo americano.
Para el caso de la campaña que nos ocupa, mientras en el país del
norte es fácil identificar dos corrientes claras de pensamiento –la del burro liberal
demócrata y la conservadora del elefante republicano- en Colombia la política
se ‘perrateó’ a un punto en que proliferaron los partidos de garaje y otras
catervas, auspiciados por oscuros dineros y organizaciones que terminaron por
convertir las contiendas electorales en competencias cuyo triunfo les está
reservado a quienes mayor cantidad de dinero tienen para conseguir más votos.
¿Dónde están los planteamientos, los programas, las juiciosas propuestas
ideológicas de los diferentes partidos y campañas para someter al escrutinio de
un elector pensante, interesado en tomar la mejor decisión por el bien del
país? No sólo brillan por su ausencia, sino que han convertido la actividad
política –sobre todo la electoral- en un tráfico de favores, tamales e
influencias que han degradado tanto a los ‘líderes’ como a las organizaciones
al más bajo nivel posible, el de simples mercaderes de votos.
La parte más perversa del asunto se presenta cuando, después de que
uno de ellos ha obtenido el triunfo –por ejemplo a presidencia, alcaldías o
gobernaciones- los perdedores corren a prestarle al ganador su más patriótica
colaboración para armar coaliciones, de modo que entre todos puedan ‘hacerse
pasito’ y repartirse la marrana del presupuesto público, en función no de
programas sino de oscuras componendas.
Esto es algo que ¡tiene que cambiar!, y para lograrlo se requiere por
un lado que se imponga el voto obligatorio (que castigaría la perniciosa
abstención y le daría al voto de opinión el lugar de preponderancia que se
merece) y por otro se eliminen las listas con voto preferente, de modo que los
partidos se hagan responsables de las personas que postulan para ocupar cargos
públicos.
Mientras esto ocurre, o sea mientras se logran depurar tan dañinas
prácticas, es conveniente acudir a un electorado consciente que logre
transmitirle a tanto político amañado un
mensaje claro a modo de línea de acción:
¡Es la ideología, estúpido!
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