martes, 6 de noviembre de 2012

El poder, ¿para quién?



La lucha por el poder en Colombia presenta hoy dos facetas distintas, aunque no del todo antagónicas: por un lado las FARC versus el gobierno colombiano, y por otro lado Álvaro Uribe versus Juan Manuel Santos.

En el primer caso se trata de lo que se presume será una encarnizada negociación, mediante la cual la guerrilla más vieja del mundo tratará de conquistar la mayor cuota de poder político y administrativo a cambio de dejar las armas, mientras que en el segundo caso el expresidente Uribe enfoca sus esfuerzos tanto a torpedear el proceso de paz, como a conquistar en las próximas elecciones legislativas el mayor número posible de senadores y representantes, con miras a la reconquista del poder.


En lo referente a las negociaciones hacia una paz eventual, el mismo día en que estas iniciaron en Oslo (Noruega) el jefe de la delegación gubernamental, Humberto de la Calle Lombana, fue enfático en que el modelo de desarrollo no está en discusión. Es cierto que las partes ya se pusieron de acuerdo en torno a una agenda que comprende cinco puntos básicos, pero no sobra advertir que el primero de estos se titula precisamente “Política de desarrollo rural”, de modo que si el modelo de desarrollo agrícola –para el caso que nos ocupa- no formara parte de las conversaciones, los miembros de las Farc vendrían  a ser una especie de invitados de piedra.

Así las cosas, en lo que sí se debe brindar claridad es en que la propiedad del poder no estará en discusión, pues resulta iluso pensar que al término de las negociaciones una parte de los ministerios –o cierta cantidad de institutos descentralizados- pasarían a ser manejados por la guerrilla. Hace 50 años un grupo de campesinos idealistas, aunque nutridos en las canteras ideológicas del marxismo leninismo, decidió armarse para tomarse el poder por la vía revolucionaria, ante el convencimiento de que por la vía democrática era imposible lograr los cambios que anhelaban.

Quizá cuando más cerca estuvieron de lograrlo fue en los días anteriores a las conversaciones de El Caguán, cuando un Estado golpeado por contundentes golpes militares accedió a despejar miles de kilómetros cuadrados para lo que se suponía serían unas conversaciones de paz, durante las cuales ese grupo creyó que había alcanzado el cielo con las manos, sin comprender que con su prepotencia delirante estaba sembrando la semilla de su propia destrucción, encarnada en una némesis que llevó por nombre Álvaro Uribe Vélez.

Fue precisamente justificado en continuar la guerra contra las Farc que Uribe consiguió extender a ocho años su gobierno, y no contento con ello quiso cambiar de nuevo la Constitución para completar doce. Pero ocurrió lo que sus cálculos no contemplaban, como fue que ante la negativa de la Corte Constitucional de prolongar su mandato pretendió imponer como sucesor a su exministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, hasta el día que los enredos de Agro Ingreso Seguro se le convirtieron en la cuota inicial de su propia hecatombe.

Y es entonces cuando aparece en escena Juan Manuel Santos con sus finas maneras bogotanas, para convertirse en lo que hoy representa, por un lado el presidente que al frente del Estado colombiano encabeza las negociaciones con las Farc, y por otro en el hombre que cometió la herejía de buscar la paz por la vía del diálogo, en abierta contradicción con los postulados de quien había sido su mentor y jefe.

Retomando el planteamiento inicial de la lucha por el poder, no deja de constituir llamativa paradoja que hoy Santos deba lidiar por igual con las Farc y con Álvaro Uribe,  en irónica constatación de que los extremos se juntan. De modo que su suerte política está indisolublemente ligada a estos dos factores, pues es un hecho incontrovertible que un eventual fracaso del proceso de paz significaría el regreso triunfal de Álvaro Uribe al poder (si bien en cuerpo ajeno), mientras que si se consolida en La Habana un acuerdo que le abra las compuertas a la reconciliación nacional, de ahí en adelante el expresidente de la Seguridad Democrática pasaría a jugar un papel secundario (e incluso terciario) en la política nacional.

Es con base en lo anterior que los comandantes de las Farc deben sopesar la inmensa responsabilidad que les cobija: a sabiendas de que se les han cerrado todas las posibilidades de conquistar el poder por la vía de las armas, ahora se les presenta la oportunidad dorada de demostrarle al país que su más enconado enemigo estaba equivocado, en cuanto a que la única manera de acabarlos era mediante la confrontación militar.

Twitter: @Jorgomezpinilla

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