Desde el día en que las Farc asesinaron a su padre, Álvaro Uribe Vélez
emprendió en acto de venganza personal una cruzada orientada a lograr su
exterminio, recurriendo para ello a la combinación de todas las formas de
lucha. De ello dan prueba no sólo la conformación de las Convivir cuando fue
gobernador de Antioquia, sino su alianza con personas y sectores afines al
paramilitarismo en el curso de su carrera política, como en la práctica se ha
venido demostrando.
Lo que quizá ni el mismo Uribe esperaba, era que el fracaso de las
negociaciones de paz durante el gobierno de Andrés Pastrana le serviría como
catapulta para llegar a la Presidencia de la República. Cuando lanzó su
candidatura las encuestas le daban un 3 por ciento de preferencia electoral,
pero fueron precisamente las Farc las que con su intransigencia criminal le
fueron abriendo las compuertas del poder, a tal punto que en la elección de
2002 triunfó en la primera vuelta, y le repitió la misma dosis a su
contrincante Horacio Serpa para el segundo periodo (2006). Y no sobra recordar
que fueron también las Farc las que en 1998 pusieron en la presidencia a
Pastrana, pues Tirofijo prefirió darle el ‘aval’ a éste -mediante la foto que
se tomaron en La Uribe caminando como dos alegres compadres- antes que a Serpa.
Los ocho años del gobierno de Álvaro Uribe dejan un saldo agridulce,
donde lo positivo habla del regreso de la inversión privada, el acorralamiento
de las FARC y la baja de varios miembros de su cúpula, mientras lo negativo
muestra el enseñoramiento de la corrupción administrativa (AIS, DNE, Incoder,
INCO), la conformación de empresas criminales (Yidispolítica, chuzadas del DAS,
falsos positivos), la alianza con el paramilitarismo y la delincuencia para el
cumplimiento de sus propósitos (Jorge Noguera, Rito Alejo del Río, Salvador
Arana, alias Job, Mauricio Santoyo, etc.) y, consecuencia de lo anterior, el
fortalecimiento político de la ultraderecha.
Hoy el país respira aliviado con el anuncio del presidente Juan Manuel
Santos de nuevos diálogos de paz con la guerrilla, pero no está de más advertir
que el peligro de la agudización del conflicto sigue en pie, considerando sobre
todo que la negociación se hará en medio del fuego cruzado (o sea que no habrá
cese de hostilidades) y esto se puede prestar para que los enemigos de la
reconciliación encuentren en dicha circunstancia el terreno abonado para armar
una hecatombe a la medida de sus necesidades.
El caso más cercano alude al atentado con bomba lapa contra el
exministro Fernando Londoño, justo el día en que el Congreso debía aprobar el
Marco para la paz. Si bien es cierto que el fiscal Eduardo Montealegre insiste
en la hipótesis de una alianza siniestra entre las Farc y un grupo dedicado al
sicariato, la revista Semana (edición
1583) se manifiesta escéptica al considerar que “poca presentación tiene
que el mismo día que el presidente presionaba al congreso para que aprobara el
Marco Jurídico para la Paz, el grupo terrorista para el que se aprobaba esa
norma intentara un magnicidio”. Y ya vimos cómo Semana está mejor ‘dateada’ que
la Fiscalía, pues ya le ganó el pulso en defensa de la inocencia de Sigifredo
López, mientras el ente acusador prolongaba su detención con base en los
testimonios de cuatro testigos falsos aportados por una mano negra afín a la
ultraderecha.
Hablando precisamente de ultraderecha, la historia reciente muestra
que ésta difícilmente se resistirá a la tentación de aplicar el ‘todo vale’
para impedir que el proceso de paz que acaba de arrancar llegue a buen puerto.
Así las cosas, ¿qué pasaría si por ejemplo se presenta un atentado contra el
presidente Santos cuya autoría inicial apuntara a las Farc? Se trata si se
quiere de un caso extremo, pero que se ubica en el marco de las posibilidades
reales, tanto en lo referente a provocar la ruptura de las negociaciones como a
tratar de sacar del camino a la persona que se le atravesó al comandante en
jefe de la godarria.
Lo que está en juego en últimas es la prevalencia del modelo político
retardatario encarnado en los ocho años de gobierno de Álvaro Uribe, versus los
vientos renovadores que con talante liberal viene impulsando Juan Manuel
Santos. En este contexto, es un hecho irrefutable que un fracaso de este nuevo
proceso significaría poner de nuevo en la presidencia a Uribe –sólo que en
cuerpo ajeno- mientras que la consolidación de la paz sería la más grande
victoria que nuestra golpeada democracia podría alcanzar en lo que resta del
presente siglo, muy por encima de los resonantes triunfos obtenidos por
nuestros deportistas en los pasados Juegos Olímpicos de Londres.
De remate: ¿La inclusión del general (r) Jorge Enrique Mora debe entenderse como la cuota uribista en la
baraja de negociadores? Y, ¿no estará revolcándose Jaime Garzón en su tumba?
Twitter: @Jorgomezpinilla
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