domingo, 25 de septiembre de 2011

La perversión casi obligada del poder


Hay un tema que en el decurso de la humanidad siempre ha ejercido una fascinación especial sobre doctos y legos, y tiene que ver con el modo en que el manejo del poder pervierte a sus usufructuarios. Oriana Fallaci decía que “toda forma de poder corrompe, y el poder absoluto corrompe de modo absoluto”. Y la historia no deja de concederle la razón a este aforismo.


http://www.semana.com/opinion/perversion-casi-obligada-del-poder/164823-3.aspx


El caso más llamativo fue el de Adolfo Hitler, quien con su oratoria mágica subyugó a un pueblo que venía con el orgullo herido de una derrota, y le levantó ese ánimo y le hizo creer que eran una raza invencible, capaz de ejercer hegemonía sobre el planeta entero. El resto ya se conoce. Es factible que en un principio ni el propio Hitler imaginara tan poderosa su fascinación sobre las masas, a tal punto que éstas llegaran hasta acompañarlo en la tarea de aniquilamiento sistemático que ejerció sobre el pueblo judío, acorde con su visión particular del mundo que le rodeaba.


Un segundo caso llamativo corresponde a la Inquisición, cuando la jerarquía católica descubrió que el inmenso poder que manejaba sobre sus rebaños le servía incluso para mandar gente a la hoguera, en su gran mayoría mujeres, con el valor agregado de que se quedaban con los bienes terrenales de aquellos a quienes en su ‘infalible’ capricho señalaban como herejes o aliados de Satán. Lo sorprendente aquí es que mientras el imperio de Hitler se derrumbó con una aplastante derrota a manos de los países aliados, la Iglesia Católica no sólo logró salir bien librada de semejante aberración histórica (para no hablar de otras aberraciones), sino que consolidó su poder como hegemonía religiosa mundial, gracias un adoctrinamiento que comienza desde la cuna.


Colombia no podía permanecer ajena a estos fenómenos, y ocho años de gobierno de Álvaro Uribe son la prueba de que mientras más grande es el poder que se detenta, mayores serán los desafueros que el dueño de ese poder y sus adláteres –por no decir cómplices- estarán tentados a cometer. Sólo hasta ahora está comenzando el juicio de la historia, mediante la intervención de la justicia sobre casos cada día más numerosos, pero ya contamos con suficientes elementos de análisis para concluir que la corrupción fue casi una marca de fábrica en la gestión aludida, y que ésta fue posible gracias a que el líder de semejante despelote se mostraba laxo con los subordinados que delinquían, cuando no era él mismo quien propiciaba los desmanes.


Si se nos diera por comparar con Alemania, diríamos que Colombia venía también de padecer una gran derrota a manos de las FARC, que durante cuatro interminables años hicieron de Andrés Pastrana el hazmerreír de un proceso de paz malogrado desde el primer día, cuando alias Tirofijo le dejó la silla vacía en El Cagúan, dando así a entender que por el desayuno se sabría cómo sería el almuerzo. En esas condiciones a Uribe Vélez le quedó ‘de papayita’ la conquista del poder, pues le bastó con exacerbar el miedo y presentarse como el redentor para que un pueblo enardecido por los excesos criminales de la guerrilla no sólo lo eligiera Presidente, sino que le diera carta blanca en su accionar.


No es por casualidad que se trae aquí a colación el tema religioso: es un hecho irrefutable que la devoción católica de Uribe (verdadera o fingida, no es fácil dilucidarlo) reforzó su aureola de liderazgo, sobre todo desde el día en que dijo que “confiando en Dios, derrotaré a la FAR en seis meses”. Y un hombre que de verdad cree en Dios no puede ser un hombre malo –en coincidencia con lo que piensan las señoras-, del mismo modo que se tiende a considerar que a un creyente Dios nunca lo abandona.


En el análisis del poder el tema religioso no se debe perder como punto de referencia, en consideración a lo útil que siempre les ha resultado a muchos poderosos –incluida por supuesto la Santa Madre Iglesia- hermanarse con los más íntimas convicciones sacramentales de las masas para conseguir la más dócil de las manipulaciones. Y que conste, este discurso no pretende cuestionar la existencia de Dios sino la utilización farisea que de su nombre –o mejor, a nombre suyo- han hecho desde siglos inmemoriales los más diversos profetas, pontífices, políticos y demás caterva.


En el caso que nos ocupa, la oleada de optimismo que se suscitó a raíz de la elección de Uribe y que se afianzó cuatro años después con su reelección (cuestionada, pero ampliamente a su favor), fue el caldo de cultivo para la semilla de una corrupción que en los cuatro años siguientes se fue diseminando por todas las esferas, con la tácita aceptación o el velado apoyo de quien en las oficinas del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) era llamado “el número 1”.


Se dirá que es llover sobre mojado, pero a esta altura del partido no es posible obviar que hablamos de un gobierno que utilizó su desmedido poder para perseguir y escuchar clandestinamente a magistrados, periodistas y políticos opositores; que repartió notarías para comprar los votos de la reelección en el Congreso; que sobornó a Yidis Medina y Teodolindo Avendaño con el mismo propósito; que entregó a los más ricos el dinero que era para los campesinos emprendedores (AIS) y desvió los fondos para la campaña de Andrés Felipe Arias; que organizó falsas desmovilizaciones de guerrilleros; que convirtió la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) en botín de asalto del Partido Conservador; que trabajó con una bancada compuesta en su mayoría por parapolíticos, muchos de ellos hoy en la cárcel; que benefició con una zona franca a los hijos del primer mandatario; que recibió en la Casa de Nariño a un grupo de mafiosos que querían contribuir al desprestigio de la Corte Suprema de Justicia; y que, peor de los peores, propició la matazón de más de 3.000 jóvenes inocentes (benévolamente conocida como los ‘falsos positivos’), frente a la cual el propio Uribe quiso atribuir toda la carga de la culpa a las víctimas cuando dijo que “no estarían recogiendo café”. Algo a todas luces infame, como en su momento lo fue el Holocausto del pueblo judío.


Es factible que personajes como Bernardo Moreno, María del Pilar Hurtado o Sabas Pretelt hubieran actuado apegados a la norma en otras circunstancias, pero ya subidos sobre la cresta de una ola caudillista en la que bastaba una insinuación para que se entendiera como una orden, quizá fueron impelidos a actuar desde la ilegalidad, del mismo modo que en los primeros años del nazismo ganaba más puntos el oficial SS que en la calle pateaba a judíos indefensos.


Ya para rematar, aunque Álvaro Uribe no se cansa de pregonar que tan numerosas acusaciones responden a una “venganza criminal”, es matemáticamente imposible que todas tengan ese origen. Por el contrario, matemáticamente daría para concluir que no se trató siquiera de una “empresa criminal” sino de varias, y que todas fueron planificadas y ejecutadas bajo la tácita convicción de que el inmenso prestigio de su líder les garantizaría la impunidad al menos por cuatro años más, para completar doce.


Es sabido que Uribe confiaba en dejar en las ‘buenas’ manos de su paisano Andrés Felipe Arias la sucesión de su mandato, hasta que el escándalo de Agro Ingreso Seguro se le convirtió en la cuota inicial de su propia hecatombe, que le abrió las compuertas del poder a un bogotano de espíritu colaborador y refinadas maneras que podría terminar por traicionarlo.


De cualquier modo, con estos apuntes sólo se ha querido ejemplificar cómo mientras mayor es el caudal de poder que se maneja, más tentación habrá de desbordarlo. Hoy el turno es para Juan Manuel Santos, a quien se le escucha decir que llegó para gobernar y no para quedarse, por lo que, a diferencia de su antecesor, no se dejaría embriagar por el canto melodioso de las sirenas de la reelección.


¿Será posible tanta belleza, tanto desprendimiento de un poder del que bien podría disponer por otros cuatro años? Amanecerá y veremos, como dijo el ciego.

jorgegomezpinilla@yahoo.es


sábado, 17 de septiembre de 2011

Un libro que confunde


Si una certeza se puede tener al final de la lectura del libro ¿Por qué lo mataron?, de Enrique Gómez Hurtado, es que es más la confusión que aporta que la claridad que genera.


Como se sabe, en torno al asesinato de Álvaro Gómez Hurtado se han tejido dos hipótesis centrales: que fue el resultado de una conspiración de los enemigos del presidente Ernesto Samper Pizano para tumbarlo, o que fue un plan de éste contra sus enemigos, para neutralizarlos. En el primer caso las investigaciones iniciales apuntaron hacia la Brigada XX del Ejército, mientras en el segundo se orientan hacia acusar a Ernesto Samper Pizano de haber ordenado su muerte.


http://www.semana.com/opinion/libro-confunde/164417-3.aspx


Desde el primer capítulo del libro citado el hermano de la víctima se casa con la segunda tesis, la cual se resume en que el cartel del Norte del Valle habría tomado la decisión de matar a Gómez Hurtado para hacerle un favor al gobierno de Samper, sumado a que esa mafia creía que habría un golpe auspiciado por Estados Unidos, del que se formaría una junta cívico militar presidida por el líder conservador, y que lo primero que éste haría sería convocar a una Asamblea Constituyente para revivir la Constitución de 1886, extraditar a los principales capos del narcotráfico y cerrar el Congreso.


A esto alude el testimonio de alias ‘Rasguño’ cuando afirma que por esas fechas varios emisarios de la mafia fueron enviados (no dice por quién, pero se da por descontado) a hablar con Álvaro Gómez para comprar su lealtad o al menos su neutralidad al gobierno. Según el capo, Gómez Hurtado no colaboró con estos intentos: “al doctor Álvaro fue imposible arrimarle; tratamos por todos los medios de buscarle arrimar para que se quedara quieto y ese hombre es muy jodido, ese hombre no quiso recibir plata, ni quiso recibir a nadie” (pág. 95).


Conclusión, “los mafiosos comenzaron a ver en Álvaro Gómez un peligroso enemigo para la estabilidad del gobierno que ellos a toda costa buscaban proteger” (pág. 153). Y para no dejar títere sin cabeza, en lo referente a Horacio Serpa acoge un supuesto testimonio del exministro de Defensa Fernando Botero Zea (hoy prófugo de la justicia), según el cual Serpa le expuso a Botero el análisis que manejaba el alto gobierno “respecto de la necesidad de crear una cortina de humo o un hecho traumático que le quitara por completo el oxígeno a la crisis política derivada del proceso 8.000”.


En refuerzo de su sindicación, Enrique Gómez llega incluso a afirmar que “para Álvaro se hizo evidente que existía algún tipo de acuerdo secreto entre Samper y el Cartel de Cali para habilitar (…) la posibilidad de sometimiento a la justicia en términos sumamente favorables para los capos del cartel”. Es una lástima que Álvaro Gómez no esté vivo para que pueda ratificar dicha ‘evidencia’, como también es otra lástima que los que en este esquema de acusación aparecen como los determinadores del magnicidio –a saber Efraín Hernández, alias ´don Efra’, Orlando Henao, alias ‘El hombre del overol’, y el coronel (r) de la Policía Danilo González– también estén muertos, porque es precisamente allí donde se derrumba todo el peso probatorio de una tesis que pareciera más orientada a provocar un efecto político, que a brindar luces que conduzcan a identificar a los verdaderos autores.


Ya entrados en lo político, es imposible dejar de advertir que las tesis expuestas por el autor coinciden al dedillo con sus ideas conservadoras, tanto en lo referente a la sindicación contra Samper como en la defensa de aquellos hacia donde apuntaron los primeros indicios: la Brigada XX del Ejército –que por cierto fue desmantelada a raíz de este suceso- en complicidad con empresarios y políticos de derecha aliados en una supuesta conspiración golpista que pretendía derrocar a Samper e imponer una junta cívico-militar, la cual habría de ser presidida por Álvaro Gómez mientras se convocaba a elecciones.


En torno a esta segunda hipótesis, lo más avanzado que se conoce es una investigación publicada por Semana en noviembre de 1998, que comienza así: “El jueves 2 de noviembre de 1995*, el mismo día en que mataron a Álvaro Gómez Hurtado, se iba a dar un golpe de Estado en Colombia. Aunque el alzamiento militar contra Ernesto Samper ya estaba abortado por la falta de apoyo del gobierno de Estados Unidos, todo parece indicar que los dos hechos tienen alguna relación”.


Es pertinente citar a Semana y la sesuda investigación –titulada El complot- que publicó en la fecha aludida, porque es el mismo Enrique Gómez Hurtado quien la trae a colación cuando en la página 155 de su libro afirma que esa revista “reitera, con inexplicable insistencia, que ‘Rasguño’ está loco y que lo dicho por él carece de todo fundamento”.


Lo que hizo Semana fue tratar de reunir las fichas del rompecabezas del magnicidio, que incluyó la revelación de un documento con los detalles de lo que definió (sin que hasta hoy lo haya desmentido) como un intento de golpe de Estado a Samper. El documento habría sido hallado en la residencia de un militar en servicio activo, y consistía en “una especie de plan de vuelo en el cual estaban consignadas las motivaciones y el itinerario de la primera etapa del golpe”. Es llamativo a más no poder que en el libro de Enrique Gómez no se hace ninguna alusión a ese documento, como si nunca hubiese existido.


En este planteamiento –que coincide con la primera línea de investigación que siguió la Fiscalía- se escucharon voces documentadas que afirmaron que los golpistas habrían compartido con Álvaro Gómez sus planes, y que cuando éste se negó a secundarlos tuvieron que prescindir de él, porque sabía demasiado. Sea como fuere, según Semana “los investigadores del caso detectaron que al menos en tres oportunidades el comandante de la Brigada XX de Inteligencia, coronel Bernardo Ruiz Silva, trató de desviar la investigación y para ello intentó demostrar que quienes cometieron el magnicidio fueron algunos miembros de las milicias bolivarianas de las FARC en la comuna nororiental de Medellín”.


Es aquí donde de nuevo sale a relucir otra falencia del libro que motiva esta columna, pues a la vez que se hace allí una defensa cerrada del coronel Ruiz –como también de los demás militares en su momento implicados-, pasa por alto el hecho de que tres años después del crimen la Fiscalía ordenó su arresto bajo el cargo de ser el autor intelectual, como también que durante un tiempo el hombre fue prófugo de la justicia, hasta que fue ‘cazado’ en un apartamento de Cedritos, al norte de Bogotá. Es cierto que el 20 de mayo de 2003 fue absuelto por el Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado, pero aquí estamos ante el fallo de un juzgado contra el de otro, que de cualquier modo siembra dudas, ya en el terreno probatorio.


Podríamos extendernos en el análisis a favor o en contra de una y otra tesis –la de Enrique Gómez versus la de Semana-, pero esto daría para otro libro. Baste hacer claridad en que ante la pregunta ¿por qué lo mataron? el libro no sólo no plantea ninguna respuesta coherente (según Antonio Caballero “insinúa muchas pistas pero no sigue ninguna”), sino que elude la que también podría ser una hipótesis para nada descartable: que alias ‘Rasguño’ haya sido puesto ahí por los verdaderos autores del magnicidio, para seguir desviando y entorpeciendo la investigación.


En caso tal, el libro estaría mandado a recoger.


* Ese día se conmemoraba el cuarto aniversario del arma de Inteligencia del Ejército.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Ernesto Yamhure, testaferro intelectual de Uribe (además)



Esta columna que escribí para Semana.com en enero de este año, donde comentaba una columna de Ernesto Yamhure en El Espectador (y otra que hizo el mismo día para Caracol) , permitiría pensar que Ernesto Yamure actuaba como testaferro intelectual de Álvaro Uribe (además de Carlos Castaño), cuando para tal menester era requerido: