domingo, 13 de noviembre de 2016

Vida, premuerte y resurrección a bordo de una aeronave



Esta crónica fue publicada en El Tiempo el sábado 15 de febrero de 1997, página 5A. 

Cara o sello, vivir o morir: son las dos únicas posibilidades matemáticas que el azar le ofrece a quien, atrapado y condenado a permanecer en la barriga de un avión cuyo  tren de aterrizaje se niega a descender, sabe que en los próximos segundos el capitán intentará un aterrizaje de emergencia.

Eran las 4:25 de la tarde del viernes 7 de febrero de 1997. Después de un vuelo de 35 minutos desde Bucaramanga sin el más mínimo contratiempo, con cielo azul profundo y nubes de algodón, el avión DC 9 de Aero República matrícula HK-3906 comenzó a descender  sobre la sabana de Bogotá. Yo era uno de sus 26 ocupantes. Venía de Girón (Santander), a donde había viajado ocho días atrás en plan de retiro espiritual, y de vuelta llevaba la intención de escribir sobre el descuido en que tienen a este Monumento Nacional. Los apuntes hablaban de calles en piedra cubiertas de papeles, porque no hay dónde botarlos; del grafito en aerosol que adorna hace meses la entrada a la capilla de Las Nieves, joya colonial del siglo XVII; de las temibles gitanas que merodean las escalinatas de la iglesia del Señor de los Milagros, en busca de incautos; de la camioneta de la Alcaldía que a punta de megáfono despertaba cada mañana a los habitantes de la zona histórica, para recordarles el pago oportuno del impuesto predial unificado. Lo que no sabía, era que la verdadera historia estaba a punto de desplegar sus alas.

El avión descendía vertiginoso hacia la pista de aterrizaje, cuando a una altura no superior a los trescientos metros repotenció sus motores, aumentó la velocidad y ascendió precipitadamente, dejando atrás el aeropuerto Eldorado. Las miradas de los pasajeros se cruzaron, en busca de una explicación a tan brusco viraje. De la fila 10 para atrás el avión permanecía vacío, a excepción de una azafata solitaria en el puesto 13A con cara de no me dejo preocupar. Hacia ella me dirigí. La pregunta de rigor, (“¿qué está pasando?”), encontró una amable aunque poco convincente respuesta de rigor: “Hay mucho tráfico aéreo; debemos esperar”.

Minutos antes la había visto acariciar con deleite la cabecita de un bebé, cuando aún no se reportaba peligro. “¿Le gustan los niños, verdad?”, pregunté, para ganar su confianza, con un fin perfectamente lícito: obtener información. Me contó que tenía un hijo de cuatro años, que llevaba un mes como azafata, que se llamaba María Fernanda y que, efectivamente, el problema no era de tráfico aéreo. Una señal en la cabina de mando indicaba que la llanta delantera del avión o “tren de nariz” no había descendido, pero en realidad sí; lo que fallaba (según ella) era un bombillo.

Camino al baño, para atender una necesidad repentina,  recordé que el día anterior había visitado a una vidente, de nombre Alix (sic), por invitación de un familiar. Ésta, después de pronosticar un terremoto que asolaría a una gran ciudad colombiana, me había despedido con estas palabras: “encomiéndese a la Virgen María”.  Ni corto ni perezoso, aunque en la posición y el sitio menos indicados, este cronista se encomendó por primera vez en muchos lustros a la Virgen del Perpetuo Socorro. (Parecía la más indicada).

En el costado opuesto a mi asiento viajaba Alberto Pallares, ingeniero civil residente en Barrancabermeja, quien advirtió que el avión llevaba más de media hora volando en círculos sobre Ambalema y que “ese río es el Magdalena”. Cuando le transmití la información que había obtenido, su deducción fue la peor noticia que podré recibir este año: “el capitán está quemando combustible para intentar un aterrizaje forzoso”. Sentí un profundo mareo, que debió traducirse en palidez extrema,  y la desagradable impresión de ser un cadáver en potencia. Un pre cadáver, mejor dicho. Se lo conté a la bella azafata, pero sonó como haciéndome el chistoso. Ella, exhibiendo un humor negro aún más refinado, me siguió el juego: “mientras el capitán no ordene apretar con los dientes un documento de identificación, significa que no hay peligro”.
 
- ¿Y para qué el documento? -pregunté (caí),  ingenuo.

-  Para identificar los cuerpos, por supuesto.

A las 5 y 32 minutos de la tarde, casi una hora después de declarada la emergencia en tierra, el capitán de la nave, Germán Flórez, se dirigió a los pasajeros para confirmar lo que algunos, no más de tres, ya sabíamos: que estábamos sobre Ambalema, que se había presentado un inconveniente técnico en el tren de nariz -supuestamente ya superado- y que “para mayor seguridad pasaremos frente a la torre de control y luego procederemos al aterrizaje”. La voz del capitán inspiraba confianza.

Recordé (en esos momentos sólo queda recordar) que en el maletín de mano llevaba una cámara Kodak. Vi al ingeniero Pallares en actitud de fervorosa oración, agachado, con las manos cubriendo su cara y los codos sobre sus piernas recogidas, y obturé. Había olvidado activar el flash. Apunté entonces hacia la cabina de mando, pero sólo registraba occipitales de difícil identificación. Viré hacia el fondo 180 grados y descubrí el rostro, siempre sonriente, de María Fernanda. Obturé, esta vez con éxito.

Diez minutos después del primer mensaje, el capitán se dirigió de nuevo a los pasajeros: “Nos acaban de informar desde la torre de control que el tren delantero se encuentra en óptimas condiciones, por lo cual procederemos al aterrizaje. Solicitamos abrochar sus cinturones y mantener en posición vertical el espaldar de sus sillas”. La versión que se obtenía desde la ventanilla difería por completo de la del capitán: en cada intersección de la pista había apostadas máquinas de bomberos amarillo verdosas, y a lado y lado hombres enfundados en brillantes trajes de asbesto y operarios con mangueras que al paso del avión buscaban algo, ansiosos, bajo el fuselaje.

El ingeniero Pallares recogió sus brazos entre las piernas y acomodó la cabeza en el ángulo que formaban las rodillas juntas, como experimentado aeronauta. Fue quizás el único que asumió esta posición, sin que nadie lo hubiese ordenado o sugerido. Quise hacer lo mismo, pero algo fallaba. Imaginé mi cabeza estrellándose contra cada uno de los asientos delanteros en el momento del estrépito, por lo que el instinto me ordenó  lanzar las piernas contra la silla del frente, para resistir el impacto.

No faltaba siquiera un metro para aterrizar pero seguíamos en el aire, a una velocidad endiablada. Por fin las llantas traseras tocaron pista y se deslizaron sin tropiezo los primeros doscientos metros. Creímos entonces (creí) que la versión del capitán era la acertada. Pero no. La nave inclinó su cerviz y se fue de bruces sobre el pavimento, provocando una vibración sostenida que se sentía hasta en los dientes. Era como tratar de controlar un Fórmula 1 en plena carrera de Indianápolis, con el timón descompuesto y las llantas delanteras pinchadas. Arrastrados sin compasión sobre la pista, no sabíamos qué ocurriría un segundo después. Cualquier cosa podía fallar, incluso el corazón. Del vientre de la nave salían chispas de fundición, las máquinas de bomberos bañaban la pista de espuma,  los bomberos regaban el fuselaje con bienhechor rocío.
 
Cuando el avión por fin se detuvo, no se veía nada hacia el exterior; ni humo ni llamas, porque las ventanillas estaban empapadas de agua y espuma. Los auxiliares de vuelo intentaron abrir las puertas de emergencia que expulsaban los deslizadores, pero no funcionaron. Esto obligó a que la evacuación se hiciera por la puerta delantera, con la efectiva ayuda de los bomberos en sus trajes de astronautas, más nerviosos que los mismos ocupantes, como se aprecia en la penúltima foto que alcancé a tomar, antes de que se acabara el rollo. La última fue un plano general del avión, nariz en tierra, bajo el gris cielo bogotano de las 5 y 46 minutos de esa tarde fatídica.

¿Por qué no hubo escenas de pánico, llanto o histeria durante la emergencia? Sin lugar a dudas por el ejemplar comportamiento de la tripulación, sumado a la pericia del piloto y su primer auxiliar de vuelo, Fabio Munévar. Pero ello no excluye otros interrogantes: Si la falla fue mecánica ¿quién tuvo la culpa? ¿Pudo haber un descuido en el mantenimiento? ¿Por qué además del “tren de nariz” tampoco se abrieron las puertas de emergencia ni los deslizadores? ¿Cuántos años de uso u horas de vuelo tenía (o tiene) el HK-3906 de AeroRepública? ¿Habrá una investigación y en caso tal, cuándo se conocerán los resultados y los responsables?

Por último: ¿quién paga la cuenta del psicólogo mientras nos subimos a otro avión?

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