Con relativa frecuencia se escucha que Colombia es un país enfermo, y la
evidencia más notoria se presenta precisamente en la monumental crisis de la
salud, que tiene hoy a las EPS en el ojo del huracán y al país devanándose los
sesos ante la aparente imposibilidad de encontrarle pronta cura. Pero basta con
aplicar ojo clínico para descubrir que dicha crisis es sólo uno de los síntomas
de un mal mayor, donde la corrupción es el hilo conductor de lo que pareciera
un cáncer que hizo metástasis en partes sensibles del organismo y amenaza con
invadir todas las esferas.
Si nos pusiéramos en la tarea de averiguar el origen de la enfermedad,
se tendría que empezar por hablar de un gobierno que encierra una terrible
paradoja, pues fue el más prestigioso en toda la historia de Colombia y, a la
vez, el más corrupto.
Se dirá que el enfermo no es el país sino el gobernante que propició
tal estado de cosas, y no le sobra razón al argumento, pero se derrumba al
comprobar que el hombre que gobernó rodeado de delincuentes de toda laya hoy
conserva su prestigio intacto, de modo que la responsabilidad que le cabe por
haberse rodeado de tan malas compañías le sigue resbalando como el agua sobre
las alas de un pato.
Responsabilidad que también habría que achacarles a los medios de
comunicación, como formadores y alimentadores de la opinión pública, pues son
los mismos que ayer ensalzaban al sátrapa y se hacían los de la vista gorda
ante las actuaciones de su camarilla (bastaba con tener una pizca de visión
crítica para notar lo que una minoría bien informada venía advirtiendo), y ahora
pretenden poner cara de sorpresa.
Un síntoma que bajo ninguna circunstancia se puede pasar por alto en
esta auscultación del mal, es que dos de los más sensibles cargos relacionados con
la seguridad nacional estuvieron a cargo de dos personas que hoy responden ante
la justicia, a saber: Jorge Noguera en su condición de director del DAS (que
dependía directamente de la Presidencia), condenado a 25 años de cárcel por
concierto para delinquir, homicidio agravado y abuso de autoridad; y Mauricio
Santoyo, jefe de Seguridad durante cinco años en el Palacio de Nariño
(2002-2007), ad portas de afrontar un juicio en un tribunal de Estados Unidos
por narcotráfico y vínculos con organizaciones criminales.
Este dúo dinámico de la seguridad se convierte en trío cuando a él se
le suma el excomandante del Ejército, general Mario Montoya, acusado por el
narcotraficante Juan Carlos 'El Tuso' Sierra y por otros jefes paramilitares de
lo mismo que Estados Unidos acusa a Santoyo: de ser parte de la nómina de la
Oficina de Envigado, entre otros delitos. De Montoya no sobra recordar que
perdió su puesto cuando el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos,
tuvo el valor de destapar los ‘falsos positivos’, gracias a que contó con el
apoyo del comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla, aunque contrariando
los deseos del presidente Uribe, quien hasta última hora ‘pataleó’ en su defensa.
He traído intencionalmente a colación el tema de los falsos positivos
porque es la encarnación de un crimen de lesa humanidad que se creía erradicado
desde los años del nazismo, conocido como genocidio, y que para el caso que nos
ocupa consistió en la ejecución a sangre fría de miles de jóvenes inocentes
para hacerlos pasar por bajas propinadas a la guerrilla.
Podría pensarse que se trató de casos aislados (más de 2.000, según
cifras de Naciones Unidas) y que por tal motivo se descarta una “práctica
sistemática”, pero no deja de retumbar en nuestros oídos las palabras cargadas
de complicidad de Álvaro Uribe cuando en 2008, después de que se supo qué había
pasado con los desaparecidos de Soacha, dijo que “esos jóvenes no propiamente
estaban recogiendo café”, sin que hasta el momento se haya conocido
retractación alguna por tan infame declaración, considerando que por el hecho
ya hay oficiales y soldados condenados.
Complicidad que se extiende al presente, pues con motivo del
lanzamiento del Frente contra el Terrorismo en el club El Nogal, a ese mismo Uribe
se le oyó decir que “las víctimas (del terrorismo) no son sólo los civiles, son
también los soldados afectados por una Fiscalía sesgada que ha convertido los
falsos positivos en una estigmatización de los hombres héroes de la patria”.
Con lo cual no sólo desconoce que hubo víctimas, en la medida en que descarga
sobre ellas el peso de la culpa, sino que pretende hacer creer –en juego
perverso que sólo cabe en una mente insana- que las verdaderas víctimas son
quienes actuaron como victimarios.
Es un hecho irrefutable que dicho Frente contra el Terrorismo forma parte
de la enfermedad arriba descrita, pues el país le ha dado patente de corso a un
grupo de presión creado con la misión específica de impedir que haya paz entre
los colombianos. Un grupo de fanáticos de la guerra que para el cumplimiento de
su siniestro plan acude a un lenguaje primitivo y polarizador –al mejor estilo Joseph
Goebbels-, y que como cuota inicial de su cometido pretende conducir al fracaso
al gobierno de Juan Manuel Santos mediante la agudización de las contradicciones
entre éste y las Fuerzas Militares, en lo que constituye una clara estrategia subversiva,
pero que cuenta con el beneplácito general.
Un grupo además comandado por un expresidente que desde que le fue
negada la posibilidad de un tercer período acusa serias alteraciones de personalidad,
en circunstancia que a nadie parece importarle porque ya no se sabe quien está
más enfermo, si el país que lo prohíja o el personaje que en una fase
recurrente de su delirio pretende de nuevo erigirse en el Mesías (aunque ahora
en cuerpo ajeno), secundado por los mismos malandrines que sólo ante un eventual
triunfo de su proyecto político podrían ver salvados sus pellejos.
MORALEJA Y CONCLUSIÓN: “¿Será que tú y yo estamos locos, Lucas?”
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