martes, 22 de julio de 2014

El voto obligatorio es más bueno que malo

  


En días pasados el columnista Eduardo Posada Carbó publicó en El Tiempo una columna titulada Defensa del voto voluntario, la cual dice que escribió “ante las repetidas amenazas de quienes nos quieren imponer el voto forzado”. Allí dijo que “es un absurdo pretender formar ciudadanos a la fuerza. Si supiéramos valorar y defender mejor nuestras tradiciones, las propuestas de obligarnos a votar habrían dejado de reaparecer”.

De entrada, a Posada Carbó le preocupa ver que crece la audiencia de políticos que se manifiestan a favor del voto obligatorio: Alfredo Rangel y Óscar Iván Zuluaga del Centro Democrático, Horacio Serpa del Partido Liberal, Antonio Navarro, Angelino Garzón, Piedad Córdoba, Luis Garzón, Rafael Pardo...

Partamos de considerar nuestra coincidencia total con el columnista en que el voto debería ser libre y voluntario, por supuesto. Pero eso aplica para una democracia casi perfecta como la holandesa que Posada cita, no para una imperfecta (o imperfectísima, para perfeccionar la idea) como la colombiana, donde entre el 50 y el 70 por ciento del censo electoral se abstiene de votar en cada elección y la mayoría de los políticos que salen elegidos logran sus puestos de representación mediante prácticas clientelistas o fraudulentas.

Puedo estar equivocado, pero el sentido común parece advertir que una elección en la que no vota más de la mitad de las personas aptas para hacerlo, debería considerarse ilegítima. Y el problema se circunscribe a Colombia, por lo que no hay que andar haciendo comparaciones odiosas, como la de citar el caso de la Unión Soviética y advertir que allá el voto obligatorio “fue norma”, pero omitiendo adrede que no había por quién votar, sólo por los miembros de un único partido, el PCUS.

Una diferencia importante con los demás países de la órbita mundial es que Colombia vivió durante 16 años (una generación entera) bajo un Frente Nacional mediante el cual cada cuatro años se rotaban el poder los partidos Liberal y Conservador, con gobiernos consecutivos de “coalición” que incluían la distribución equitativa de ministerios y burocracia en las tres ramas del poder público. Ello condujo a que la gente dejó de interesarse por la política, porque de antemano se sabía quién iba a ganar.

Esa alternación ‘equitativa’ de la torta fue a su vez la semilla que engendró la corrupción en las costumbres políticas, pues con el paso de los años se fueron borrando las diferencias ideológicas entre los dos partidos tradicionales y empezaron a tomar forma las ‘coaliciones’, consistentes básicamente en que el perdedor en una contienda electoral se compromete a apoyar al vencedor a cambio de una porción de la repartija burocrática. Y así es como hoy se practica la política, y todos tan contentos…

Una cosa que he venido diciendo al riesgo de parecer cansón, es que los abstencionistas son la primera fuerza política del país, y la consecuencia política más inmediata de esta situación hasta cierto punto delirante, es que no sabemos realmente quién o quiénes son los que de verdad el pueblo colombiano quisiera elegir para que los gobierne.

Una gran parte del accionar político hoy está en manos de mafias, sobre todo en el nivel regional, sin que ello se traduzca en que toda la política esté en manos de mafiosos. Existen muchos políticos honestos, solo que son esa minoría calificada que representa el voto de opinión, mientras que la mayor parte de los poquísimos votantes en cada elección es cooptada por razones de amigazgo, clientelismo o burda compra del voto.

Y vuelvo a un ejemplo ya citado en columna anterior: para elegir a un senador como Eduardo Merlano (el de la prueba de alcoholemia) se necesitaron 37.195 votos, en su gran mayoría heredados de su padre, Jairo Enrique Merlano, exsenador condenado por sus nexos con Rodrigo Mercado, alias ‘Cadena’. Asumiendo esos votos como el 40 % de los votantes potenciales, donde el 60 % restante corresponde a los que se abstuvieron de sufragar, tendríamos que si existiera el voto obligatorio ese candidato habría necesitado una suma aproximada de 100.000 votos para hacerse elegir, o sea que ya no estaría compitiendo con la ‘clientela’ de otros políticos de su región, sino que debería acudir al total de personas aptas para votar.

Es en este contexto que al voto popular se le debe imprimir el carácter de obligatorio, así fuera de modo provisional y con una finalidad puramente pedagógica. Se trata en principio de derrotar la abstención por decreto. El día en que vote el 80 por ciento o más de la población, se la habremos puesto de pa’ arriba a los que se hacen elegir invirtiendo altas sumas de dinero en comprar determinada cantidad de votos, pues tendrían que duplicar o triplicar la inversión y sería mayor el riesgo de que esa platica se les perdiera, al tener que garantizar que no se les ‘torciera’ un número sustancialmente mayor de votantes.

La consecuencia quizá más inmediata del voto obligatorio es que fortalece el voto en blanco, pues muchos al sentir que los han ‘forzado’ a votar elegirían esa opción, y si esos muchos fueran la mitad más uno se habrían hecho vencedores y estarían obligando a barajar de nuevo, que fue lo que se les trató de decir en las dos últimas contiendas a los impulsores del voto en blanco pero no entendieron, engolosinados en su propia vanidad mediática.

Precisamente Eduardo Posada Carbó no habla en su columna de voto obligatorio sino ‘forzado’, para darle así la connotación de algo intrínsecamente negativo. Ahora bien: si se trata de escoger entre dos males, el de obligar a la gente a votar o el de seguir siendo gobernados –sobre todo en lo regional, como ya se dijo- por camarillas políticas corruptas aupadas al poder por la altísima abstención, yo escojo el primero.

Visto desde esta perspectiva, el voto obligatorio tiene incluso mucho más de bueno que de malo.


DE REMATE: Si hay algo que debería estar prohibido en Internet, es esa publicidad invasiva que se apodera de la pantalla y te impide leer durante cierto tiempo lo que en realidad estabas buscando. Eso es un irrespeto y un abuso, y más cuando se trata de columnas de opinión, que deberían permanecer incontaminadas de cualquier intención de venta de productos o servicios. Al que le caiga el guante…

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