Lo que aún no se ha dicho –y la renuncia de Benedicto XVI corrobora-
es que el nombramiento de Joseph
Ratzinger como máximo jerarca de la Iglesia fue el reflejo de una crisis
interna que esta venía padeciendo de años atrás, pero cuyo papado, en lugar de
resolver, ayudó a prolongar.
Hoy todas las miradas hacia el pontífice dimitente son benévolas, pero
no se puede desconocer que la renuncia de un Papa –como cualquier renuncia,
aquí y en Cafarnaúm- es la expresión de una incapacidad manifiesta en el
desempeño de un cargo, sea en lo administrativo o en lo religioso.
De hecho, si asumiéramos la divina majestad del Papa como
representante de Dios sobre la Tierra, pero lo viéramos en su condición humana renunciando
porque se quedó “sin fuerzas”, la pregunta obligada es por qué Dios no le dio más
fuerzas, él que todo lo puede. Además: ¿puede alguien renunciar a la representación
de Dios sobre la Tierra, sin que ello ponga en entredicho el mandato divino?
Tratándose de un Papa, son dos las palabras que saltan a flor de
labios: santidad y abnegación. La primera, porque el colegio cardenalicio elige
a quien se supone es el más probo y santo de todos para regir los destinos de
su grey; y la segunda, porque se trata de prestar un servicio abnegado en el que no cabe claudicar, pues desaparece
la abnegación.
Al margen de consideraciones ideológicas o políticas, estos dos
postulados se vieron a manos llenas en Juan Pablo II (Karol Wojtyla), y son las
que hoy lo tienen en el camino de la santidad. Basta recordar que al final de
sus días lo llevaban en traílla hasta la ventana y él con mano y quijada
temblorosas, en reducida posesión de sus sentidos, saludaba al público apostado
en la Plaza de San Pedro desde el día anterior. A eso se le llama abnegación,
conciencia de su apostolado hasta el final de sus días. “Beber hasta las heces del
cáliz del sufrimiento”.
Con la renuncia anunciada hay un segundo elemento en entredicho, y es
el de la infalibilidad del Papa, entendida esta como la imposibilidad de
equivocarse, puesto que responde a un mandato divino. Ahora bien, ¿se equivocó
el Cónclave al elegir en 2005 a un Papa que ocho años después ‘tira la toalla’?
¿Se equivocó Joseph Ratzinger (errare humanum est) al aceptar su pontificado?
¿O el error no estuvo ahí, sino al momento de flaquear en su fe y presentar
renuncia? Es más: si no se equivocó, ¿significa que el designio divino apuntaba
a que debía renunciar?
¿Por qué renuncia un Papa? Básicamente por razones de debilidad
humana. Lo que hemos visto es un Joseph Ratzinger que humanamente agotado, y
quizá hastiado de gobernar no tanto a sus rebaños como al círculo del poder
eclesiástico más cercano, decide bajarse de la barca, iluminado por la
evidencia: los remos de que dispone no le permiten continuar como timonel.
Cuando a un gerente lo llaman a administrar una empresa, lo mínimo que
de él se espera es que entregue a sus asociados los mejores resultados
posibles. Supongamos, por ejemplo que se trate de un banco: a él se le exige como
mínimo que el número de sus cuentahabientes aumente con el paso de los días. Y
lo que se vio, en el caso que nos ocupa, es que durante la ‘administración’ de
Benedicto XVI disminuyó en forma alarmante el número de adscritos a la Iglesia.
Esto se traduce en que, como resultado de los escándalos ligados a la
pedofilia de muchos sacerdotes y obispos (muchísimos, en abierta contradicción
con una institución dedicada precisamente a la preservación de la moral), se
extravió la imagen de orientadora espiritual para la que se supone fue creada
la Iglesia Católica, y se produjo una deserción masiva de fieles y de
seminaristas, sobre todo en países del Primer Mundo como Estados Unidos y
Europa. Es tal la crisis, que en España hay cuñas publicitarias que promocionan
el sacerdocio como la consecución de un buen empleo. Pese a todo, el ‘mercado’
confesional sigue presentando una desaforada tendencia a la baja.
Si a ello le sumamos posiciones claramente retardatarias –que Benedicto
XVI mantuvo- ante temas espinosos como el matrimonio homosexual, el aborto terapéutico,
la eutanasia o incluso la negativa a dar la comunión a miembros de parejas
católicas divorciadas, se entiende por qué muchos de los dogmas del
catolicismo amenazan hoy con irse a pique, arrollados por una visión cada vez
más antropocéntrica de la realidad, menos contaminada por preceptos de dudosa
aplicabilidad.
En este punto, se debe distinguir entre religión e iglesia: una cosa
es el sentimiento religioso ligado a la necesidad humana de alabar a una
divinidad creadora, en gesto si se quiere de gratitud por los dones recibidos; y
otra es la Iglesia como una institución compuesta por ‘pastores’ sujetos a una
estructura jerárquica, con diferentes grados de mando sobre sus ‘rebaños’ y
guiados por el supuesto sano propósito de guiarlos hacia Dios, en su calidad de
intermediarios del Altísimo.
Pero fue esto último lo que no se cumplió, a tal punto que la
enseñanza más importante de Jesucristo, “ama a tu prójimo como a ti mismo”, es tal
vez la que más se extraña de semejante aparato de poder político, económico,
cultural, religioso y coercitivo que se fue conformando con el paso de los
siglos.
Milhor Fernandes, filósofo y humorista brasileño recién fallecido,
decía que “si yo fuera el Papa vendía todo, repartía la plata entre los pobres
y me iba”. Ratzinger ya anunció que se va; pero practicar el mandamiento de la
caridad cristiana y repartirlo todo entre los pobres, por supuesto, no está
contemplado.
Así las cosas, ante la sorpresiva renuncia del muy humano Benedicto
XVI (demasiado humano, para nuestro gusto) queda planteado un interrogante
doble: ¿todo esto es señal de que el hombre se alejó de Dios? O, más bien, ¿no
será que Dios se hastió de tanta cosa y se alejó de su Iglesia?
Para cualquiera de los dos casos, quedaría por resolver si ese oportuno
rayo que cayó sobre la Basílica de San Pedro el mismo día que renunció el Papa
fue en señal de aprobación divina o… de rechazo.
Twitter: @Jorgomezpinilla
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