En el primer caso se trata de lo que se presume será una encarnizada
negociación, mediante la cual la guerrilla más vieja del mundo tratará de
conquistar la mayor cuota de poder político y administrativo a cambio de dejar
las armas, mientras que en el segundo caso el expresidente Uribe enfoca sus
esfuerzos tanto a torpedear el proceso de paz, como a conquistar en las
próximas elecciones legislativas el mayor número posible de senadores y
representantes, con miras a la reconquista del poder.
En lo referente a las negociaciones hacia una paz eventual, el mismo
día en que estas iniciaron en Oslo (Noruega) el jefe de la delegación
gubernamental, Humberto de la Calle Lombana, fue enfático en que el modelo de
desarrollo no está en discusión. Es cierto que las partes ya se pusieron de
acuerdo en torno a una agenda que comprende cinco puntos básicos, pero no sobra
advertir que el primero de estos se titula precisamente “Política de desarrollo
rural”, de modo que si el modelo de desarrollo agrícola –para el caso que nos
ocupa- no formara parte de las conversaciones, los miembros de las Farc vendrían a ser una especie de invitados de piedra.
Así las cosas, en lo que sí se debe brindar claridad es en que la
propiedad del poder no estará en discusión, pues resulta iluso pensar que al
término de las negociaciones una parte de los ministerios –o cierta cantidad de
institutos descentralizados- pasarían a ser manejados por la guerrilla. Hace 50
años un grupo de campesinos idealistas, aunque nutridos en las canteras
ideológicas del marxismo leninismo, decidió armarse para tomarse el poder por
la vía revolucionaria, ante el convencimiento de que por la vía democrática era
imposible lograr los cambios que anhelaban.
Quizá cuando más cerca estuvieron de lograrlo fue en los días
anteriores a las conversaciones de El Caguán, cuando un Estado golpeado por
contundentes golpes militares accedió a despejar miles de kilómetros cuadrados
para lo que se suponía serían unas conversaciones de paz, durante las cuales ese
grupo creyó que había alcanzado el cielo con las manos, sin comprender que con
su prepotencia delirante estaba sembrando la semilla de su propia destrucción, encarnada
en una némesis que llevó por nombre Álvaro Uribe Vélez.
Fue precisamente justificado en continuar la guerra contra las Farc que
Uribe consiguió extender a ocho años su gobierno, y no contento con ello quiso
cambiar de nuevo la Constitución para completar doce. Pero ocurrió lo que sus
cálculos no contemplaban, como fue que ante la negativa de la Corte
Constitucional de prolongar su mandato pretendió imponer como sucesor a su
exministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, hasta el día que los enredos de
Agro Ingreso Seguro se le convirtieron en la cuota inicial de su propia
hecatombe.
Y es entonces cuando aparece en escena Juan Manuel Santos con sus
finas maneras bogotanas, para convertirse en lo que hoy representa, por un lado
el presidente que al frente del Estado colombiano encabeza las negociaciones
con las Farc, y por otro en el hombre que cometió la herejía de buscar la paz
por la vía del diálogo, en abierta contradicción con los postulados de quien
había sido su mentor y jefe.
Retomando el planteamiento inicial de la lucha por el poder, no deja
de constituir llamativa paradoja que hoy Santos deba lidiar por igual con las
Farc y con Álvaro Uribe, en irónica
constatación de que los extremos se juntan. De modo que su suerte política está
indisolublemente ligada a estos dos factores, pues es un hecho incontrovertible
que un eventual fracaso del proceso de paz significaría el regreso triunfal de
Álvaro Uribe al poder (si bien en cuerpo ajeno), mientras que si se consolida
en La Habana un acuerdo que le abra las compuertas a la reconciliación
nacional, de ahí en adelante el expresidente de la Seguridad Democrática
pasaría a jugar un papel secundario (e incluso terciario) en la política
nacional.
Es con base en lo anterior que los comandantes de las Farc deben
sopesar la inmensa responsabilidad que les cobija: a sabiendas de que se les
han cerrado todas las posibilidades de conquistar el poder por la vía de las
armas, ahora se les presenta la oportunidad dorada de demostrarle al país que
su más enconado enemigo estaba equivocado, en cuanto a que la única manera de
acabarlos era mediante la confrontación militar.
Twitter: @Jorgomezpinilla
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