Mucho se ha hablado de la aparente incapacidad física del vicepresidente
Angelino Garzón para remplazar al presidente Juan Manuel Santos. María Jimena
Duzán dijo en columna
reciente que “después de oírlo el jueves y el viernes en varios medios de
comunicación, me quedó claro que no está en capacidad de remplazar a nadie”. Y
el presidente del Congreso, Roy Barreras (médico él) afirmó en entrevista
para Olapolitica.com que “nadie sabe hasta dónde sus opiniones son producto
de la reflexión o de la lesión neurológica”.
Es obvio que el país esperaría que la salud del eventual remplazo del
presidente esté a la altura de las circunstancias, y la negativa de Garzón a
hacerse un chequeo médico no ayuda a disipar dudas, sino todo lo contrario. Sea
como fuere, si llegara a estar tan enfermo como dicen, el tiempo se encargará
de poner las cosas en su lugar.
Pero no es a este tipo de incapacidad a la que quiero referirme, sino
a la incapacidad por indignidad, que es cuando alguien asume una instancia de
poder aupado por fuerzas que en apariencia le dan una representatividad
legítimamente constituida, o que incluso podrían tener un origen oscuro, como
se dio hasta la saciedad mediante el fenómeno de la parapolítica, que lenta
pero inexorablemente salpica cada vez más la figura del expresidente Álvaro
Uribe.
Indigno es por ejemplo que de un prestigioso y respetable columnista
(porque lo fue) como Ernesto Yamhure resulte de pronto sabiéndose que actuaba
como testaferro intelectual y político de Salvatore Mancuso, y la mejor medida
de su indignidad es que el hombre se desapareció de la escena pública desde el
día en que eso se supo, como diciendo ‘trágame tierra’.

Frase que al momento de ser pronunciada entró a la antología de la
infamia, pues, ¿qué puede esperarse de un candidato al que de entrada le dicen
que debe prestarse para ser usado como una marioneta? ¿Y en caso de aceptar, si
tal fuera su desvergüenza, no estaría además sumergiéndose sin chistar en la
piscina del deshonor y la humillación (sinónimos de indignidad) para servirle a
un líder que le ‘orientará’ todas sus tareas?
Y ya entrados en materia, ¿tiene acaso digna presentación para una
nación libre y soberana que su presidente sea una especie de títere gobernado
por un cuerpo ajeno?

No sabemos si a Arias le cabría el calificativo de lacayo de Uribe
(podría hablarse digamos de una asombrosa coincidencia de intereses, hasta el
punto de soportar la cárcel por su causa), pero las palabras ya citadas de José
Obdulio Gaviria indican que nunca antes como ahora las fuerzas de extrema
derecha agrupadas en torno a Álvaro Uribe han necesitado precisamente de eso,
de un lacayo, un obsecuente, un segundón, un arrodillado, pues lo que menos
quisieran sería que se les apareciera otro con la astucia de un Juan Manuel
Santos que con sus finas maneras bogotanas les jurara fidelidad y lealtad
supremas para luego, con nadadito de canino,
dejarlos de nuevo viendo un chispero.

Al uribismo no le quedaría entonces otra salida que escudriñar entre
los coterráneos de su comandante en Jefe, por ejemplo un Juan Carlos Vélez o un
Óscar Iván Zuluaga, aunque a sabiendas de que paisa que se respete no se deja
mangonear tan fácil, con la única notoria excepción de Andrés Felipe Arias.
Vistas pues las cosas en sus justas dimensiones, el único que quizá
reuniría las condiciones requeridas de humilde títere o marioneta sería el
mismo que pronunció la frase de antología ya citada. Pero como el prestigio de
José Obdulio no les alcanza para hacerlo presidente de Colombia, sólo les queda
rezar –o conspirar- para que el proceso de paz de Juan Manuel Santos termine en
fracaso.
En caso contrario los fracasados serán ellos, y tendrán que seguir
buscando con lupa a ese lacayo que tanto necesitan.